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| Joseph Kosuth, Una y tres sillas, 1965. |
«Hoy me siento bien», dice al llegar a casa. La semana ha pasado rápido. Como esos pensamientos que duran tan poco como el segundo que uno toma para expresarlos y olvidarlos. En varias ocasiones, se le ha quedado la palabra en algún lugar entre la garganta y el cerebro. Una zona extraña en la que se quedan perdidos las PYMES, el paro, Líbano, Somalia, la censura, los términos, las entregas, el burn out del compañero, los celos, el amor silencioso y olvidadizo, las medias sonrisas, el chiste cojonudo, los peces de la compañera que murieron durante las vacaciones mientras estaban bajo su cuidado, el «me-encantó-esa-película-pero-no-recuerdo-el-título», la capacidad de hacer una raíz cuadrada sin calculadora… Todos ellos están, pues, en la zona desde la que lentamente unos irán oscilando y descendiendo al estómago y, otros, subiendo hacia la frente para vibrar insistentemente (así nació la jaqueca).
Al llegar a casa -decíamos- consigue por unos minutos, hacer una cosa tras otra. Decidir qué va a cenar hoy y qué comerá mañana; podrá llamar a sus padres, guardar las facturas acumuladas esperando no haber olvidado pagar ninguna, escuchar el disco que compró el sábado pasado (¡y en bucle!). Contempla en su estantería de 14,95 euros el rincón que ella llama «de las obsesiones», donde ha acumulado libros de finales del s. XIX y del XX que hablan del Hôtel de Madame de Rambouillet y de las salonnières, y de las précieuses y de toda esa época previa a la Ilustración que nunca le había interesado especialmente. Pero es fácil entender que, con tanto movimiento entre garganta y cerebro, uno no pueda más que fascinarse por el nacimiento del llamado «espíritu (o era) de la conversación».
Así pues, nuestra amiga, con el tiempo que le está robando al tiempo se satisface pensando que su gesto no está tan lejos del de Catherine de Rambouillet. No porque se identifique con una noble bien, pero que muy bien situada de la sociedad del XVII. Ni tampoco porque el acto de instalarse en casa sea comparable al de decirle al Cardenal Richelieu (primer ministro de Luis XIII que fue todo menos cándido) que no va ayudarle a espiar a la Princesa de Condé y al Cardenal de La Valette, aun a cambio de grandes favores reales. No, pero el motivo no está lejos. La clave está en no considerar esta respuesta de la marquesa como un acto de rebeldía o de desafío aristocrático ya que -según indican algunos de esos libros «de obsesiones» en la estantería de 14,95 euros- este no fue el caso y, es más, Catherina de Rambouillet y su marido probaron su lealtad al rey en múltiples ocasiones.
El quid, pues, está en la razón de esa reacción ya que, sencillamente, la marquesa estaba reclamando el derecho a su propia libertad privada y a compartir su casa y su tiempo con quien ella estimara; sin dar razones a nadie. Evidentemente, Richelieu querrá vigilar las reuniones en la famosa habitación azul (la Chambre bleue) de la marquesa. En ella, por cierto, recostada en su cama, se rodea de 10 sillas para las damas así como de invitados muy variados que velan por un lenguaje rico y refinado y, por supuesto, la creación de nuevas tendencias acordes con el buen gusto. Un espacio para la literatura y un tiempo en el que de todo se puede hablar, pero no de cualquier manera. El preciosismo.
Sobra decir que, aunque literalmente fue riquísimo, como toda creación de moda llevada al extremo y la obsesión, a algunos de sus seguidores e imitadores se les reprocha un amaneramiento infinito y una pérdida flagrante de la naturalidad de los actos. No obstante, lo que interesa a nuestra amiga es que, a través de la actitud de Arthemisa (así era el nombre de la marquesa de Rambouillet en «precioso») y de este primer movimiento cultural fuera de Palacio, la sociedad civil reclamaba su independencia y negaba al poder vigente su intervención en los por fin llamados «asuntos privados».
«Ahora me siento mejor», dice ella. Y sigue construyendo sus asuntos privados, bien sentada en su silla en la que -aunque nada tenga que ver con la silla de vertugadin de las précieuses y aunque ella sólo esté rodeada de 3- sigue robando tiempo al tiempo para disfrutar de ese silencio en el que todos esos pensamientos que duran un segundo van encontrando su espacio vital. La jaqueca desaparece sin paracetamol y, con una infusión menos exquisita que la del Hôtel de Rambouillet, el piso se carga de vida privada que podrá alimentarse de nuevo del tiempo de los otros, cuando así lo estime ella.
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| (c) IPM, Terrassa, 10 11 2012.
|Texto: Irene Pomar|
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silla.
1. f. Asiento con respaldo, por lo general con cuatro patas, y en que solo cabe una persona.
2. f. silla de niño.
3. f. Aparejo para montar a caballo, formado por una armazón de madera, cubierta generalmente de cuero y rellena de crin o pelote.
4. f. sede (‖ asiento o trono de un prelado con jurisdicción).
5. f. Dignidad de Papa y otras eclesiásticas.
6. f. coloq. ano.