Zalamería

Una palabra donada por Mercedes Rubio Mendoza


Tengo un defectillo. Pero creo sinceramente que viene ocasionado por el hecho de no tener vida social los martes por la tarde. Llevo meses llevando a cabo un ritual que, aunque solo me lo permito ese día de la semana, podría no dejar de ser preocupante para algún terapeuta. Pero en fin, no es mi problema. Todos los martes me detengo en un banco de un pequeño pasaje ajardinado de la colonia de edificios de ladrillo de protección oficial de los sesenta. No es un asiento cualquiera, sino la primera fila para observar un espectáculo que viene dándose en el apartamento del bajo, por lo menos desde que he puesto en práctica tal costumbre. A pesar de los barrotes, la vecina que allí habita deja los visillos corridos y las persianas subidas, así que, qué menos que considerarlo una invitación. Estamos de acuerdo.

Los coros del Carmina Burana se oyen a tal volumen que creo que bloquean la tarea de los perros que por allí circulan tirando con premura de las correas. Siguen su camino. Ella baila en el salón. Hoy lleva un camisón azul. Sus pies están en un charco (artificial, tal vez) de apenas un metro de diámetro. Son muchos días de observación, así que puedo afirmar sin temor a equivocarme que algo ha quedado retenido en el tubo digestivo -a la altura del esófago- y sólo el baile, su coreografía de brazos que se alzan y talones a punto de despegar, puede aportar el estiramiento necesario para desbloquear esta situación ciertamente molesta. 

Ya ha pasado el canto inicial. Los coros ya no son estridentes, pero en su tubo digestivo sigue habitando una intrusiva bola. Se nota. Así lo indican los movimientos de sus manos que viajan ahora desde el cuello hasta el bajo vientre sin tocar nada y sin perder la gracia y la armonía. Empieza entonces a dar vueltas sobre sí misma con los brazos elevados, confiando en que sea la fuerza centrífuga -pautada también por instrumentos de cuerda y percusiones- la que guíe a la canica atascada a buen recaudo y ayude a convencer a sus pies de salir de este remanso de líquido dulce en el que ha quedado atrapada; ese lugar que podría gustarle y no.

(c) IPM, 07 2017
Son aguas estancadas, regadas siempre desde cimas invisibles que se adjudicaron el don de la altura. Por eso, porque llegan en paz y desde arriba, han tardado sus rodillas en reaccionar y percatarse de que los tobillos, por sentirse a gusto en remojo, han condenado al resto del cuerpo a la indigestión. 

Indigestión porque ideas propias cambiaron de sentido al llegar a la boca; indigestión porque a ellas se agregan los noes y síes no pronunciados a tiempo; indigestión porque, cuando era confortable el charco para unos tobillos que no atendían a razones, también el oxígeno empezó a materializar su perplejidad en un trayecto idéntico al de las palabras, quedándose cada partícula en la punta de la lengua para dar media vuelta y pasar, entonces, del sistema respiratorio a un digestivo demasiado transitado de silencio a estas horas.

Y ahora suena:
(oír)






Y recuerdan las rodillas por qué obedecieron a los tobillos cuando insistían en acariciar con los dedos el fondo meloso del charco. Claro. El agua templada vertida desde las cimas con pleno derecho… Si los ojos estaban cerrados, por qué no aceptar esa inclinación beneficiosa del aguamanil benefactor. Si no: Sería algo muy amargo

Ha menguado el baile y mi vecina del camisón azul está mirando hacia abajo con las manos apoyadas en los muslos. Nunca puedo asegurarlo, pero intuyo unos movimientos dubitativos de los pies que hacen que la quietud no sea tal. Celebraciones en palabras medievales están a punto de convencer a la bailarina de la ausencia de la bola o, por lo menos, de lo adecuado de su existencia.  

A tiempo regresa el coro. Los perros que pasean intuyen el estruendo y ya tiran de las correas y yo abro los ojos como platos, anticipando o esperando contagiarle el gesto en cuanto llegue el grito del nuevo O fortuna. Y así es: brazos se elevan de nuevo y se levantan las piernas salpicando a patadas y pisoteando el fondo, saltando, bailando también con la cabeza hasta que sale despedida la bola por la ventana. 

Yo sigo en el banco aguardando lo inevitable. Un perro suelto ha recogido la bola, mea en la pata de mi asiento, se inclina para depositar la pelota a mi lado, se sienta mirándome meloso y lame cariñoso mi rodilla esperando a que haga algo. Me voy.


zalamería
De zalamero.
1. f. Demostración de cariño afectada y empalagosa.

Real Academia Española © Todos los derechos reservados



|Texto e imagen: Irene Pomar|

Todos los derechos reservados Registrado en Safe Creative

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.