Industria

Una palabra donada por Pedro José Hernández Cabrera.

Pero tal como ahora se realiza esta actividad, no sólo toda ella constituye un oficio independiente, sino que se divide en varios ramos, de los cuales la mayor parte son a su vez y en sí mismos oficios. Un hombre estira el alambre, otro lo endereza, un tercero lo corta, un cuarto lo afila y un quinto embota la punta para encajar la cabeza; para fabricar ésta se precisan tres operaciones distintas; colocarla es una actividad independiente, otra es blanquear los alfileres y es incluso un oficio en sí mismo envolverlos en papel; de este modo, la importante labor de fabricar un alfiler queda dividida en unas dieciocho operaciones distintas, que en algunas manufacturas son todas ellas ejecutadas por diferentes manos, aunque en otras el mismo hombre hace en ocasiones dos o tres de ellas. 
– Adam Smith, La mano invisible, 1776, en Taurus, 2012, p.8-



Fábrica de alfileres: ¿tejer o coser?

Estoy en el último vagón del metro de la línea uno y he podido sentarme porque el azar -exista o no- así lo ha querido. A mi lado, una mujer de mi edad, pero más vieja, da voces en diagonal. A su izquierda recibe los gritos un hombre que está dando el biberón a un niño aposentado en un cochecito. No entiendo lo que dice, pero deduzco que todo son instrucciones referidas al método de alimentación de ese bebé que, por otro lado, no parece preocupado por nada más que acceder a la tetina que su padre le ofrece con una calma extraordinaria
El resto del bullicio lo componen un trío de hombres a mi derecha hablando a risotada limpia de algo en mi idioma, pero que no alcanzo a dilucidar ya que, prácticamente frente a mí, una señora de pie vocifera al teléfono con un tono profético la traición de alguien que no actuó bien. La persona al otro lado del celular parece darle su apoyo, pues ella agradece la comprensión y va dibujando en su rostro un semblante iluminado que anuncia una condescendencia perdonavidas dedicada a el o la traidora ausente. Mientras, en los cuatro asientos opuestos al mío, una persona dormita y otras tres sostienen el móvil velando con sus pulgares e índices para que la pantalla esté siempre activa. De esos tres viajeros, solo una chica con media melena rubia (teñida, sin duda) y unas gafas que pudieran no estar graduadas, levanta la vista de vez en cuando para interpelar con suspiros y miradas a esa primera mujer (la de mi edad, pero más vieja) que sigue dando voces hacia el padre que continúa dando de comer al niño del cochecito. 
Yo -que estoy dejando de fumar y no espero respuesta a ningún mensaje- ya he vaciado un paquete de galletas ricas en aceite de palma; esos bizcochitos cubiertos de algo parecido a la mermelada de frambuesa y una imprescindible capa de chocolate… La verdad, no doy abasto. No queda un metro cuadrado libre en el vagón, pero esto que cuento es lo único que veo. Miento: veo también a un hombre delgado, con los pómulos muy marcados, moreno, con barba y coleta. Lleva contemplando al niño un buen rato y, cuando el crío ha empezado a comer, él y su chándal han mirado a la otra punta del vagón y lo han cruzado con aires de avestruz funámbulo trazando una mediana impecable devorada por otros viajeros unos segundos después.

Toda la actividad continúa mientras sacudo de la solapa de mi americana las migas arrojadas por la falta de destreza. Ando un poco torpe últimamente, debo admitirlo. También voy dejándome el grifo abierto en casa y, ese, no es mi estilo. Unos dicen que es porque estoy cansada, otros porque estoy enamorada, otros porque estoy «en esos días», otros porque siempre fui así de descuidada… Con tanta voz en mi cabeza y tantas acciones por emprender mañana lunes, no sé por dónde empezar. Lo del cansancio puede ser. Lo de estar enamorada, sí, claro. Pero eso está controlado. Quiero decir que eso sólo está en mi cabeza, así que tampoco vamos a darle más espacio del que merece. A eso hay que darle importancia cuando el objeto del enamoramiento -permítaseme este lenguaje distante- también se la da. Si no, ante la ausencia obvia de reciprocidad, mejor dejarlo en una gripe pasajera que se curará en cuanto deje de estar «en esos días». La cuestión es que si la explicación es que estoy «en esos días» y que estos, se supone, duran una semana, cómo explicar que yo lleve así exactamente 28 semanas, pronto 29. Mi opinión, sin ser experta, es que la menstruación empieza a ser una excusa poco eficaz y, sobre todo, inverosímil. Menuda anemia llevaría si mi torpeza se explicara por un enamoramiento acentuado por una menstruación de tal duración. Por lo demás, 28 semanas no están mal para algo que sólo está en mi cabeza y que no debería ocupar mucho espacio porque… sólo está en mi cabeza. En fin, siempre fui así de descuidada. No tengo tiempo para dar más puntadas sin hilo.

Siempre he preferido el bus, pero hoy le estoy sacando mucha punta al barullo del subterráneo. Vengo de un terraceo lleno de conversaciones de domingo que mecían mi lectura de «La mano invisible». Cuántas cosas tienen por contarse esas personas… 
Pero las migas de mi solapa y este viaje de 13 estaciones me están aportando lucidez sobre el planteamiento de mi problema de las 28 semanas. Me han situado directamente frente al abismo, sin duda. Estoy contándome a mí misma que, aunque me despierte rechazo la palabra «enamoramiento», sobre todo en su versión afincada en un modelo que preestablece una serie de roles de pareja que blablabla… A pesar de todo eso, lo que ocurre es que hace 28 semanas hubo un instante, un microsegundo de un encuentro cargado de pura evidencia, no, ¡clarividencia! Saber quién es alguien desde el primer instante e irlo confirmando a medida que se suceden más encuentros. Saber, saber y saber de la forma más intuitiva e inexplicable. Sin palabras pero sin idealizar, sin mentir, simplemente saber y reconocerse en el otro. 


Y que la clarividencia, ésta de la que hablo, conlleve un despiste tan monumental en cuanto a la forma en la que hay que proceder, máxime cuando visiblemente sólo la tengo yo, es como vivir con tinnitus (esos zumbidos o sibilancias crónicos que algunas personas tienen en el oído). Así pues, por mucho que se entremezclen palabras que implican al otro como «compartir», «construir», «querer», «conocer», «descubrir», «dar», «recibir», «amar»…, debo aprender a vivir con esos tinnitus sin esperar absolutamente nada, porque -no olvidar- sólo están en mi cabeza. Este ruidito está ahí siempre y me daré con un canto en los dientes si consigo que ocurra como con el sonido del mecanismo de un reloj que ya no oímos más que en el momento de consultar la hora, o el de una fábrica que sólo percibimos cuando regresamos a la planta de montaje tras haber pasado horas en el exterior. Sacar la cabeza del reloj, pasar menos tiempo en mi fábrica.




Justamente por eso me está sentando tan bien el metro. Recordemos: mirar niño, padre biberón, hombre avestruz, trío risotadas, mujer mandona, mujer profeta, hombre dormido, mujer interpeladora… Es perfecto, el paraíso del despiste, nuevos engranajes de domingo que me acercan a un lunes maravilloso lleno de momentos de ocupación. Pero ¡ah!: con las migas aterricé de nuevo en mi ruido. 












Se agudiza y parece tan real que me sorprende, como al principio, que sólo lo esté viviendo yo. No puedo volver a emprender ese viaje fuera del reloj ni de mi fábrica. No ha funcionado. Siempre vuelven las migas.
En menos de cinco estaciones de metro he sido testigo de cambios que se han tejido como transformaciones sutiles, pero contra todo pronóstico: ya he hablado del hombre-avestruz; cuando el niño del cochecito ha terminado de comer, la mujer rubia ha dejado de mirar mal a la madre que vociferaba instrucciones; cuando la señora que hablaba por teléfono ha colgado, ha borrado su cara de satisfacción al ver que se había pasado de parada, pero cuatro viajeros le han devuelto una serenidad real al volcarse para explicarle cómo llegar a su destino y abriéndole paso para dejarle salir con premura. 







En cuanto a mis transformaciones, las que llevo gestando en mi cabeza desde hace 28 semanas (pronto 29), no hay nada nuevo, pero su persistencia las renueva. No osaré apostar por que tengan lugar en el otro sólo porque así lo quiero. Su cabeza, suya es, aunque yo -insisto- ya lo sé todo de nosotros dos, sobre todo lo indescriptible

Pero, en vez de tanto viaje hacia fuera para sorprenderme de lo que habita dentro, tal vez, para que eso que sólo está en mi cabeza sea mío de verdad, deba mirar afuera, no desde fuera. Volver al reconocimiento en el otro para tejer nuevas facetas…

¡Me bajo! Mañana, tomo el autobús, a ver qué surge.

Ya lo estoy entendiendo. Colocar la cabeza es una actividad independiente.





|Texto e imágenes: Irene Pomar|


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industria
Del lat. industria.
1. f. Maña y destreza o artificio para hacer algo.
2. f. Conjunto de operaciones materiales ejecutadas para la obtención, transformación o transporte de uno o varios productos naturales.
3. f. Instalación destinada a la industria.
4. f. Suma o conjunto de las industrias de un mismo o de varios géneros, de todo un país o de parte de él. La industria algodonera. La industria agrícola. La industria española. La industria catalana.
5. f. Negocio o actividad económica. La industria del espectáculo, del turismo.
industria pesada
1. f. industria que se dedica a la construcción de maquinaria y armamento pesado.
de industria
1. loc. adv. De intento, a propósito.
caballero de industria
caballero de la industria

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