Contraproducente

 [Una palabra donada por Silvia Planas]

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Se acerca un coche. No sé si lo que veo sobre su techo es la luz verde que andaba buscando o si ésta es un reflejo tramposo del semáforo no muy lejano. En cualquier caso, paso por detrás de la marquesina para acercarme a él Gran Vía arriba. En tres segundos estoy dentro de un vehículo gris del que se me expulsa en otros tres segundos. No me ha dado tiempo a saber quién me ha echado. Lo que está claro es que la luz verde era un reflejo, nada más, y, además, los taxis son blancos. En qué estaría pensando. De nuevo en la acera, sólo pasan otros tres segundos hasta que llega el taxi de verdad, el de un conductor con tatuajes que le nacen del cuello y de las mangas de la camisa blanca, dibujos sin letra, geometrías que se ven parciales delineando músculos de brazo y nuca. 

 – Me sorprende que hayas empezado a contar la historia por aquí. ¡Por el taxi! Hablas en primera persona pensando que así vamos a conocerte. Pero, criatura, de momento eres el único personaje al que no le vemos la cara. Es mejor que vayas haciendo algo al respecto ahora, antes de que ocurra todo y no seamos capaces de dibujarte en plena acción. 

– No me apetece mucho, la verdad.  Además, lo de la acción está por ver. 

– No entiendo… 

– Pues que no veo ninguna razón para seguir tus consejos. No te ofendas, pero no creo yo que tu criterio sea el más…

– Mi criterio, ¿qué? 

– Nada, déjalo. 

[hablando a la emisora del coche:] Tres minutos antes de bajar de mi taxi, la viajera no ha dejado de presionar la solapa de su «shoulder bag» (o «bolso bandolera», disculpad, compañeros). La entiendo perfectamente, es bastante molesto tener una libreta (vamos, me extrañaría que fuera el monedero) que te pasa factura cada vez que algo de lo que escribes en ella no le convence. Fijaos que la libreta esa ha dado cuenta, en voz alta y sin tapujos, de todo lo que le desagrada de esas notas. Todo, todo, no. Desde que ha cerrado con fuerza la solapa del bolso, no he logrado oír nada más. Pero os prometo que hasta entonces ha sido bastante tensa la situación. La viajera ha estado intentando acallar la crítica que salía de su «shoulder bag» (perdón, «bolso bandolera») y no había manera, de verdad. Ella miraba al retrovisor y creo que ha notado que yo estaba siguiendo la situación. 

Os diré que al subirse al taxi andaba escribiendo algo. Yo he bajado el volumen de la radio para que pudiera concentrarse, por supuesto. Mucho me miraba el cogote, tal vez porque le gustaban mis tatus, no sé. Yo, por si acaso, no me he movido… Al ambientador del retrovisor, no parece haberle hecho mucho caso, pero sí he notado como observaba mis brazos. Todo un poco extraño. Mi ambientador es elegancia pura. Es una cápsula de cristal, sencilla, fina, sin una gran presencia estética que arrebate su legítimo protagonismo a la fragancia. Hey, hey, ¿sabíais que el aroma es algo que sólo surge al arrancar las plantas? Vamos, que «aroma» viene de «aromerai», «arrancar» en griego. Tremendo, pfff. ¿Hola? ¡¿Hola?! Vaya…

Por fin he llegado. Aún puedo sentir la fragancia de madera de sándalo del taxi. La libreta [tú, sí, tú] ha estado murmurando durante todo el trayecto. Qué vergüenza, en mi vida he presionado tanto mi bolso. No dudo que el conductor se ha dado cuenta. Suerte que ésta no se ha puesto a leer exactamente lo que había escrito. Los pocos metros que me separan del telefonillo de mis amigos, sigo anotando precisamente esto; que ya estoy llegando, que sigue soplando el viento y que espero que el cuaderno estará callado esta vez. 

Javi y Marcos me abren la puerta con una copa de Albariño recién servida. Sé que siempre anoto lo mismo, pero su casa es tan pequeña como acogedora. Le han sacado todo el partido a la madera de haya y al bambú; mesa, taburete, armarios, celosías, geometrías rectilíneas, cálidas con un diseño personal que convive perfectamente con el parqué de origen, bien conservado, y el sofá tapizado de un lino blanco. XL. Qué a gusto. Tienen una pared dedicada a la biblioteca en la que no hay un sólo centímetro libre.

– De verdad, eso ya lo tenemos anotado de hace tiempo…

– ¡Calla!

Javi y Marcos son de mi quinta. Nos conocimos en la universidad. La carrera de Literatura nos ha llevado por caminos muy distintos. A nuestros cuarenta, ellos siguen alimentando su lucrativo blog de viajes, no paran. De hecho hoy hemos quedado para que me cuenten los detalles de su último viaje a Georgia. Por lo que cuentan, esto acabará en la publicación de una nueva guía de viajes, de esas con un foco especial en «lo más auténtico» y eso… A mí, la carrera me ha llevado a no separarme de mi libreta [tú, sí, tú, calla]. Jamás.

Todo está anotado, incluidos los viajes de mis amigos. Pero, perdón, que me desvío y no estoy contando nada de nuestra conversación de ahora. Soy experta en sostener el boli con una mano y la copa con la otra. Voy anotando sin mirar todas nuestras charlas y circunstancias. Sólo la libreta, cuando le da por opinar, me recuerda que estoy haciendo algo que los demás no hacen. Pero Javi y Marcos ya están acostumbrados. De hecho, alguna vez se han servido de mis notas para completar su blog. Soy una fábrica de actas, a pesar de todo. Útil, tal vez.

No sé qué pasa ahora, no puedo anotar nada de lo que están contando, de lo que nos contamos. Sigo dando sorbos de Albariño, respondiendo, riendo, dialogando y, a la vez, sigo escribiendo. No paro. Puedo con todo. Incluso sigo pensando en tatuajes, el aroma de madera de sándalo del taxi, presto atención al viento huracanado que golpea la ventana con el mismo ímpetu con que se burlaba de gorros y bufandas de los cuatro gatos que había hace un rato en la Gran Vía… No lo entiendo. No sé ni qué preguntarme.

– Más vino, gracias.

Mi libreta [tú, sí, tú] ha enmudecido, por fin. Javi y Marcos siguen hablando, les escucho, asiento, sonrío, pero yo solo escribo esto. Y el viento… Javi ha dejado un momento la copa en la mesa. Desde el sofá de lino veo como se acerca intrigado a la ventana. Mientras Marcos sigue relatando el viaje, ambos le seguimos con la mirada. Y así lo estoy anotando. ¿La va abrir? Sí. La abre. No sé yo… Tiene el cenicero y el paquete de tabaco en el alféizar de la ventana. Se enciende un cigarrillo y exhala el humo contra el viento. Qué batalla. Se asoma. Me invita a acercarme a ver la calle. Desde este segundo piso en Malasaña, vemos cómo se elevan papeles arremolinados junto a latas que percuten unas contra otras.

Marcos pide que cerremos. Además del humo del cigarro, el vendaval ya arrastra polvo hacia el interior del piso. Javi se asoma más y más para ver cómo está todo al final de la calle. Queda apoyado sobre un pie. No tengo tiempo de advertirle de lo poco conveniente que es su postura porque, precisamente, estoy anotando este consejo no formulado. El vendaval ha cambiado de rumbo y ahora arrastra cosas hacia fuera de la casa, incluyendo al propio Javi. Mientras Marcos agarra mi pierna con una mano y el sofá de lino con la otra, yo sostengo una de las manos de un Javi que ya está volando con las piernas fuera de casa. Ya se están escurriendo sus dedos despidiéndose con una lentitud que lucha con el veloz soplar… Antes de que el viento lo arranque del todo, es hora de delegar en mi libreta [tú, sí, tú] la continuación de la escritura para poder concentrarme y ejercer la fuerza necesaria….

– Venga, amiga. Fin de la reunión. Fin de las notas.

– ¡Calla! 

 

 Texto e imagen: Irene Pomar

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contraproducente Del lat. contra ‘contra1’ y prodūcens, -entis ‘producente’.

  1. adj. Que tiene un efecto contrario al deseado.

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