Fragilidad

Una palabra donada por Néstor Belda

fragilidad.
(Del lat. fragilĭtas, -ātis).
1. f. Cualidad de frágil.
frágil.
(Del lat. fragĭlis).
1. adj. Quebradizo, y que con facilidad se hace pedazos.
2. adj. Débil, que puede deteriorarse con facilidad. Tiene una salud frágil.
3. adj. Dicho de una persona: Que cae fácilmente en algún pecado, especialmente contra la castidad.
4. adj. Caduco y perecedero.
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El gigante y la princesa

(c) Arturo Pomar, El gigante y la princesa, 2003, Colección Charline Becker




La Kaiserstrasse es la calle más cercana en la que se encuentran los bares y restaurantes. Eso le han dicho en la recepción del hotel francfortés en el que se aloja. 

Un pensamiento viene rondándole desde esta mañana y éste persiste mientras merodea dubitativa por una de las aceras de esta pequeña avenida llena de terrazas, karaokes y sexshops. Intenta apropiarse de su tiempo para construir un paréntesis entre las negociaciones frustradas del día y el sueño que vendrá. Elige finalmente el primer bar restaurante que encuentra al cruzar la calzada. Mientras se prepara para remontar la fatiga y pedir un apfelschorle* y un carpaccio en su oxidado alemán, ese pensamiento -que amaneció antes que ella- insiste en cenar con ella. A su espalda oye a los comensales eufóricos de la mesa vecina que mezclan alemán con coreano. O tal vez sea chino; que tire la primera piedra aquél o aquélla que, sin haber estudiado ninguno de esos idiomas, pueda acertar así, sin más, de qué lengua del continente asiático se trata.
El barullo comedido de la Kaiserstrasse ha logrado por unos instantes que Alba se evada del pensamiento aquél mientras hace su pedido. No obstante, en cuanto se queda esperando, sola ante su móvil, éste regresa de nuevo en todo su esplendor y se repite, como un pimiento en una digestión eterna de medio litro de gazpacho. Se queda mirando esas mesas negras de un diseño moderno, tan repetitivo como su recuerdo acosador, con una música que ha oído miles de veces en emisoras de radio sintonizadas por otros, en otros lugares públicos tan impersonales como aquel mobiliario en el que intenta camuflarse.
La terraza no tiene nada que ver con el bar en el que discurre la escena recordada e invasiva. Sin embargo, le resulta muy fácil verse de nuevo en aquel café de París, hace siete años, cerca de la parada de metro de Oberkampf. Un local pequeño, acogedor, tirando a rojo, con una barra situada a la derecha de la entrada que convertía en un pasillo estrecho el recorrido hacia las pocas mesas del fondo. Con su compañera de piso, Marie, esperan su turno, apoyando un pie cada una en el taburete, para pedir un Chardonnay. Visto el presupuesto, éste es el vino dentro de la gama de secos y afrutados que podían permitirse estas por entonces doctorandas en Historia. 
El protagonista está a punto de llegar. Relajen sus mentes y entren en ese ambiente rojizo de muebles antiguos y dispares («vintage» lo llaman hoy) y de lámparas de diseño fabricadas a mano. Entren en ese pensamiento de Alba, en el que la atmósfera cálida del local contrasta con el gris de una calle estrecha y carismática en la que uno puede ver a la clientela de enfrente cada vez que sale a fumar. Mientras nadan ustedes por esa luz, deténganse en esa barra en la que dos chicas sonrientes y charlatanas, cercanas a la treintena, mantienen apoyado su pie en el taburete, esperando sus copas de vino. Es ahí, ¡justo ahí!, que van a observar una mano que viene de lo alto para apoyarse sobre la cabeza de Alba. La mano empieza a mover las yemas de los dedos y a ejercer un masaje parecido a las caricias que se les hace a los perros detrás de las orejas. 
A nuestra clienta le han bastado tres segundos para darse cuenta de que esa mano procedente de las alturas no podía ser la de su menuda compañera. Así pues, se gira rápidamente, dando la espalda al camarero que ha servido por fin las copas, y se queda mirando a un niño mayor de dos metros de altura, de cima engominada y al que, por supuesto, no conoce de nada. Éste, del que nunca sabremos el nombre porque no aparece en el pensamiento de Alba que estamos visionando, se queda mirando a nuestra amiga sin quitar la mano de su cabeza. El movimiento concluye únicamente gracias a la nada sutil invitación del brazo de la acariciada. «Ji, Ji», dice él, risueño con gran elocuencia.

El ridículo recorre el cuerpo de Alba a modo de escalofrío.
– ¿Intentas hablar conmigo? -pregunta Alba rápidamente.
– Ji, ji – repité él, buscando y obteniendo la complicidad de sus compañeros. 
Todos ellos van vestidos con traje y corbata y son, sin duda, más jóvenes que ellas. 
– ¿Ji, ji? ¿Quieres decirme algo? ¿o sólo querías tocarme la cabeza? – pregunta de nuevo.
– No te enfades, mujer, eres española, ¿no? – responderá en francés el traje de dos metros.
– ¿Y? – Alba se arrepiente inmediatamente de su respuesta interrogativa.

Mientras se gira para pagar al camarero y mirar a su compañera francesa, éste no tarda en explicarse.

– Pues que no entiendo por qué te molesta.
– ¡Ah! -reacciona- Te explico: cuando quieras hablar con alguien, sea de donde sea, con un «hola» o un «perdona un momento» funciona perfectamente. Lo que no entiendo es qué te ha hecho pensar que tocar la cabeza a alguien te iba a permitir conocer a ese alguien en condiciones.
– Pero eres española, ¿no? -insiste, mirándola de arriba abajo, con una sonrisa cuyo significado Alba intenta obviar.
– Pero vamos a ver: ¿tú estás de prácticas en algún lugar, verdad?
– Ssssí…
– Y, a juzgar por tu aspecto, el maletín y los temas de los que hablabais, seguro que estáis confrontados a manejar relaciones internacionales.
– Ssssí… Comercio internacional.
– Y en tu formación te han dicho que si le tocas la cabeza a un español te responderá encantado o, si es una mujer, se girará con una gran sonrisa y te pedirá que continúes. ¿Es así?
– No… Pero bueno, ya sabes lo que dicen: «¡sangre caliente!» – grita levantando el vaso y buscando la complicidad de sus amigos.
– Entonces -continúa Alba como si no hubiera oído nada- esto que has hecho, ¿de dónde sale?
– Pero tú eres española -repite apuntándola con el dedo-. Te he oído hablar español por teléfono ahí fuera – dice intentando evitar el bochorno que asoma en sus ojos tras ver a sus compañeros inmóviles y en silencio.
– Madre mía… ¿Sólo preguntas tú? Bien. Soy española pero ahí fuera me has oído hablar catalán. Francamente, no entiendo de qué estamos hablando. He venido aquí para pasar un rato tranquila con mi compañera. Me gusta hablar con gente nueva, ¡me encanta!, pero lo tuyo es inaudito. Eres un muro, tú hablas solo. ¿Comercio internacional, dices?
– Pero el catalán es lo mismo que el español – dice él, escondiendo la cara detrás del vaso que sostiene con la misma mano con la que la señala y que se va acercando, más y más, al rostro de Alba.
El compañero a su derecha, abrumado por la actitud de su amigo, se pone la mano en la cabeza mientras Alba mira perpleja a su interlocutor y hace ademán de irse, renunciando a entrar en un diálogo inexistente en el que el tema es lo de menos. En el momento de dar el primer paso, el muro de dos metros se desplaza y bloquea el paso a las chicas. El camarero, vigilante, lleva un buen rato fregando el mismo trozo de barra.
El choque entre Alba y el joven hace que el Chardonnay se derrame sobre el abrigo de ésta. El silencio, una mirada hostil y la intervención del amigo abrumado son suficientes para que el chico se retire, de momento, y las deje pasar no sin antes decir en voz alta: «¡Hola! Quoi! quoi!»**. Marie se adelanta para recuperar una silla para su amiga y sentarse. Alba la sigue. 
Aún no han abierto la boca y un sobresalto prende a Alba. Al sentir una mano que se apoya sobre su hombro, sus músculos se tensan, contiene la respiración y enrojece por la rabia recubierta de un miedo de origen incierto. El sobresalto se disuelve en una ligera taquicardia al ver que es el camarero con un trapo y una sonrisa cómplice que quiere llenar la copa que había quedado vacía y sin degustar: «¿Todo va bien?»
– Todo bien. – Sin levantar la vista, Alba responde por inercia, siete años más tarde, al camarero alemán que está recogiendo los platos en silencio.


* Bebida a base de zumo de manzana y agua con gas.
** ¡Qué! ¡Qué!







|Imagen: Arturo Pomar|
|Texto: Irene Pomar|

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