Cimarrón

Palabra donada por Federico Barragán con Sofía de Juan

Trescientos cuarenta y tres, trescientos cuarenta y cuatro…
Olga Cimarrón lleva veinte minutos observando a la mujer del pareo turquesa. No hay nadie más.
Cuatrocientos uno…

Vermeer, Detalle de
La lección de piano /
Mujer junto al virginal
1662-66
Ve cómo cuenta en voz alta los granos de arena. Los sostiene en su mano derecha y, con la izquierda, los arranca a pellizcos, uno a uno, para depositarlos cuidadosamente en una jarra blanca. Son poco más de las siete de la mañana y apenas ha amanecido. La verdad es que Olga no esperaba tener compañía a estas horas. Siempre huye de la playa privada de su hotel para no encontrarse con clientes. Por otro lado, bien pensado, la otra está tan ensimismada contando granos de arena que su intimidad está a salvo. Podrá bañarse desnuda sin problemas.
A poco más de un kilómetro, en la suite presidencial del hotel Cimarrón suena el teléfono. Tal como solicitó el cliente, el recepcionista ha llamado puntualmente para despertarlo. Buenos días, Sr. Brenez, son las 7:15, ¿desea que le llevemos el desayuno a su habitación?
Raúl Brenez ha iniciado la jornada tomándose sus 100 microgramos de Eutirox y disfrutando de la ducha. Hace años que su despertar se desarrolla del mismo modo, garantizando el estricto cumplimiento de las instrucciones del endocrino; esperar 20 minutos entre la toma del medicamento para las tiroides y la primera ingesta. Ya lleva el albornoz puesto y tiene la crema hidratante a punto cuando el desayuno continental llama a la puerta.
Olga aún no ha comido. Odia nadar con el estómago lleno. A los veinticinco años ya era propietaria del hotel que lleva su apellido, el primero de una pequeña pero exclusiva cadena. Cumplidos los treinta y cinco ha conocido a todo tipo de personas y personajes, ha viajado por los lugares más fascinantes del mundo y, sin embargo, se sorprende a sí misma estupefacta, apoyada en una de las barcas dispuestas bocabajo, observando las maniobras de la mujer del pareo turquesa. Sigue contando. Debe de tener mi edad, piensa mientras por fin empieza a desvestirse para bañarse. No bracea tanto tiempo como le habría gustado. La visión de la contadora de arena la ha entretenido, terrible cronófaga anónima que le ha robado sus preciados minutos de soledad y simple disfrute marino. Medio vestida, caminando descalza hacia el hotel, casi roza la vasija blanca de las partículas. Buenos días, dice sin detenerse, girando la cabeza y lanzando una sonrisa hacia la desconocida. Esta no responde, pero cuando Olga está a unos diez pasos, la dueña del pareo turquesa emite un sentido y trágico “¡mierda!” seguido del vuelo despavorido de unas gaviotas con hipo. La melena morena de la propietaria del hotel, el cuerpo dinámico, su andar estilizado… todos quedan petrificados. Da un giro interrogante y ve a su compañera de playa con las gafas de sol en la mano izquierda, la misma con la que está secándose los ojos mientras la derecha temblequea sosteniendo la pila minúscula de granos de arena en un equilibrio precario.

La mano de Raúl también tiembla ante su móvil. Sigue en albornoz frente a la mesa del desayuno. Está en el balcón ante unas vistas de las que -no estamos muy seguros- podría estar disfrutando. El sol ya asciende por el horizonte, dibujando en el mar rieles de poema, naranjas y blancos. El único objetivo del día de hoy es no hacer nada, sólo actuar. Puede decirse que este viaje ha sido una receta del doctor, de la familia, de los amigos, de sus colaboradores; un regalo para sus cuarenta años de todos los que han percibido en el crítico y comisario de exposiciones una pérdida de orientación vital ocasionada por un trabajo apasionante falto de límites. Poco silencio entre tanto whatsapp. Poco espacio entre tanto arte. Así pues, la cura es una pausa en un entorno sin wi-fi ni cobertura que se materializa, en primer lugar, en esos temblores. Siguiente paso, andar un poco. Le han hablado de un camino que baja hacia la playa, lo llaman La senda de la hormonada. Así pues, con bermudas y alpargatas, gafas de sol y sombrero, emprende la vía hacia el sosiego prometido.
Huele bien, pero no resulta evidente deducir el porqué de ese nombre para una pequeña vereda común. Es verdad que las flores se ven y se imaginan incluso entre los matojos; que las palmeras a lo lejos aportan un dibujo novedoso al camino desgastado, amarillo casi blanco, por el sol que ya se impone… Tan acostumbrado a Internet, olvidé que podría haber preguntado a alguien de dónde viene este nombre. Esto será para enseñarme a retomar viejas costumbres. Hablar, hablar, hablar… Y así avanza Raúl, parloteando pensamientos, cuando oye una voz que al poco se torna rapsodia. Ralentiza, si cabe, para localizar el origen de estas palabras recitadas o cantadas. Ve que hacia él caminan dos mujeres y una jarra; es la de turquesa la que proclama y gesticula –vasija blanca en mano danzante- bajo la mirada atenta de una Olga sonriente, aunque sin duda un poco extrañada:

Cantar a la soledad cuando ya no estás sola. Sentirte rodeada en un sofá sin mascota. Restar porcentajes, retando al estadista, diciéndole que ¡el 1% lo será él!; que tú eres un 1000%. O un millón, cuando te dicen “no te preocupes, son las hormonas”.
Que no. Que lo nuestro no es un problema de interpretación, eso sería debatible; es una diferencia de percepción y, eso, no es discutible.
También soy un millón por ciento cuando te digo que me quieres y para cambiar de tema me respondes: “por cierto, esto nuestro no lo veo…”. Alcanzo el billón, cuando concluyo que ya no sé si siento y, sin embargo, me emociono, aunque sólo un poco, con tu cantinela hecha canción. 

De vez en cuando, interrumpe su recital con carcajadas secundadas por las de su cómplice acompañante. Raúl observa perplejo mientras ambas siguen acercándose a él.

Tu normalidad me ha enseñado a intentar ser sólo la mitad de intensa. No obstante, la otra mitad será la que asusta, pero es también la que cuenta, aunque es la dosis primera la que me integra en tierra de tolerantes… ¡Dilema, dilema!Admito tener brotes de incomprensión y otros tantos de cuestionamiento. Si a ello le sumo el amor –sin saber muy bien lo que es eso- no puedo más que recontar los dedos de mi mano mientras por ellos se escurren los tantos por ciento. Y olvido los porcentajes de lo humano, que me atrapan y expulsan al mismo tiempo, confundiéndome sobre qué es lo que quiero o si quiero.

 Ríen de nuevo. Prosigue la histriónica:

¡Ah! Y hoy habrá luna llena, eso me han advertido. ¿Una amenaza? ¿U otra razón para creer que algo me enajena? Pero que ya me curaré, te digo. Que, en serio, eso no cuenta. Que ya encontraré mejores palabras para explicarte que esto de las hormonas no es todo lo que te cuentan.
Y… lo nuestro no es un problema de interpretación, eso sería debatible; es una diferencia de percepción y, eso, no es discutible.

Se detienen retorciéndose, llorando a carcajada limpia. Raúl avanza, tragando saliva. Este para frente a ellas, las mira en silencio. Una sonrisa empieza a dibujarse pero aún le falta convicción. Silvia, que así se llama la dueña del pareo, repara en él y hace ademán de incorporarse, siempre con su jarra en mano. Olga hace lo propio al reconocerlo y se yergue con lágrimas cómicas en los ojos, que conviven con un formal Buenos días, señor Brenez, del que se escurren las secuelas de una risotada.
                  Buenos días, señorita Cimarrón, responde el cliente con tiento.
                  ¿Ha dormido bien? ¿Todo es de su agrado?
                  Sí, gracias. Ahora mismo me dirigía a…
        ¡Bueno!, interrumpe Silvia. Yo os dejo aquí. Olga, ha sido un placer. La abraza. Caballero, bonitas gafas. Y marcha haciendo una reverencia, carcajeando y canturreando el estribillo que aún resuena en la distancia; no es una cuestión de interpretación, eso sería debatible…
                  ¿Dónde dice que va?, retoma Olga.
                  A la playa, me dirigía a la playa.
Olga se da la vuelta y acompaña a Raúl quien, por supuesto, no le ha propuesto que pasee con él. Suficiente tiene con asumir que está andando sin razón (y obligado) como para invitar a alguien a su terapia.
        –                 De ahí volvía yo.
        –                 No necesita venir conmigo, señorita Cimarrón. Entiendo que estará ocupada.
       –                  Es verdad, dice risueña. Casi lo había olvidado. Pero está bien. Llámeme Olga.

Vermeer, La lección de piano /
Mujer junto al virginal
, 1662-66
En silencio llegan a la orilla. Las barcas de los pescadores ya no están y han sido remplazadas por hamacas. Viejas tumbonas escuchimizadas que disimulan sus miserias con toallas azules y blancas. En breve empezarán a llegar los turistas. La empresaria se sienta en una de ellas, esperando a que el comisario salga de su ensimismamiento; este lleva unos instantes parado con la mano en la barbilla mirando hacia el suelo. Con el pie dibuja una jarra en la arena. Apuntando con el dedo, consulta a Olga sobre su origen: ¿de dónde la sacó su amiga? 
Ésta no sabe cómo explicarle que ni es su amiga ni sabe de esa vasija. Le relata el encuentro pero su discurso es interrumpido por la palabra virginal que sale de la boca de Raúl repetidamente mientras rumia. El desconcierto y la desorientación son un jaque a la interlocutora ahora muda, así que decide permanecer en su papel de testigo. El experto en arte prosigue:
–        “Joven sentada junto al virginal”, ¡exacto!, exclama iniciando un monólogo, caminando de un lado a otro, abriendo la mirada y gesticulando con vigor. Con lo que ha viajado, seguro que conoce esta pintura de Vermeer. A finales del siglo diecisiete retrató a una mujer de espaldas frente a su virginal, un clavicémbalo de teclado pequeño. A la derecha del instrumento, está el maestro que examina y un fragmento de un cuadro en la pared, en el que se ve la mitad de la imagen de una mujer. En el espejo, se intuye el rostro concentrado de la aprendiz. Mientras esta escena transcurre en el fondo de la estancia, en un plano más cercano, también a la derecha, hay una mesa con una jarra blanca que, juraría –dice enfático levantando el índice-, es idéntica a la que tiene su amiga.

Olga tiene abierta la boca y la cierra para sellar sus labios, manteniendo los ojos como platos. Sigue sin habla. Raúl se habrá dado cuenta de lo abrumador de su relato, así que, previo carraspeo, decide interpelarla. 
–       Pero, perdón, por favor, siga contándome su encuentro con… Silvia.
Aunque tarda en reaccionar. La dueña del Cimarrón toma aliento y procede:
–      Cuando me giré para comprender el porqué de ese “¡mierda!”, pensé que se habría roto la jarra pero ya ha visto usted que estaba intacta. El tema es que al sorprenderle mi saludo, Silvia se descontó. Así que no sabía cuántos granos de arena había metido en la vasija. Y por eso lloraba, porque había perdido la cuenta. Veo su cara de sorpresa, Raúl, lo entiendo. Yo reaccioné igual. Al preguntarle sobre el motivo de esa tarea matutina me comentó que lo estaba haciendo de madrugada porque así se concentra mejor, sin el ruido de los bañistas. Al parecer es un ritual para su boda. Iba a casarse en unos días y hay una ceremonia en la que marido y mujer vierten arena (cada uno la suya) en un vaso para que sus deseos, memorias y sueños queden mezclados y unidos a los del otro.
– Espere, espere. ¿”Iba” a casarse?
– Sí, “Iba”. Ya no. Al parecer llegó ayer al hotel precisamente para ir preparándolo todo. Sin embargo, hubo una llamada del prometido quien, como no estaba, dejó un mensaje en recepción que le transmitieron en una nota: “esto nuestro no lo veo, lo siento mucho, ya me conoces, ya te dije en su día que no quería nada”. Uf. Hay qué ver…
– Ahí va… Pero entonces, ¿la arena?- pregunta Raúl.
– Volviendo a la arena… decidió realizar el ritual igualmente, pero para ella. En vez de agarrar un puñado o dos y ya está (como habría hecho yo si me hubieran convencido para tal rito), Silvia ha decidido llevar el proyecto al extremo y cada grano es, literalmente, un deseo. Algunos son el mismo deseo matizado, de ahí que las cuentas sean tan elevadas. Supongo que ha guardado para ella los más íntimos, pero me dio un par de ejemplos de deseos: querría que su chico (ahora ex) dejara de empezar frases con la partícula “las mujeres” (ya sabe, como “las mujeres os lo tomáis todo muy en serio”); o de contestarle “no pasa nada, son las hormonas” cada vez que sentía o disentía. Y, claro, es ahí donde le ha entrado el ataque de risa. Supongo por lo real y concreto de ese par de deseos que, por otro lado, una debe formular. En fin, es en ese momento que le hablé de La senda de la hormonada donde nos cruzamos con usted.
                  ¡Ah! Quería preguntarle por ese nombre, interrumpe Raúl impaciente.
                  Claro. Ese es un nombre coloquial que le dimos en el hotel. El nombre original es La senda de la malograda. Sí, como lo oye. Antiguamente las mujeres sin marido ni descendencia, durante la primera luna llena de su 30º aniversario, debían subir corriendo desde la playa por esta vereda al final de la cual brillaba, como aguardando en la cima, la Luna. Tenían que ascender cantando plegarias y loas compuestas por ellas mismas dedicadas a ésta, su diosa de la fertilidad; una a una, estaban obligadas a galopar con su aguamanil lleno de arena y a vaciarlo con esmero a lo largo de la cuesta. 

Olga sonríe astuta a Raúl, quien se sienta entonces a su lado. Ambos están cara al horizonte, a punto de reír. Él resigue con un pie su dibujo en la arena y evoca de nuevo el Vermeer, la jarra blanca, la virginal (¿y ese nombre para un instrumento?), el reflejo de la alumna en el espejo, el maestro observador, el fragmento de retrato de mujer incompleto… Ella tararea puntualmente en susurros el estribillo del canto que su nueva amiga había improvisado a pleno sol en la Senda de la hormonada (lo nuestro no es un problema de interpretación, eso sería debatible; es una diferencia de percepción y, eso, no es discutible…).
El viento arrecia y sirve para que los silencios de Olga y Raúl ante el oleaje sean todavía más confortables. Para eso, sí, pero también para borrar de un golpe de mar el trazo de la vasija y empapar a dos seres humanos despojados de su derecho a contemplar y que son mandados, literalmente, a pasear. Y pasean.

(c) IPM, Cimarrones y otros, 1/1/2017



|Texto e Imagen «Cimarrones y otros|: Irene Pomar

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cimarrón, na
De cima.
1. adj. Dicho de un animal doméstico: Que huye al campo y se hace montaraz.
2. adj. Dicho de un animal: Salvaje, no domesticado.
3. adj. Dicho de una planta: Que es la variedad silvestre de una especie con variedad cultivada.
4. adj. Mar. Dicho de un marinero: Indolente y poco trabajador. U. t. c. s.
5. adj. Ant., Arg., Col., Ec., Hond., Méx., Nic., Pan., Perú, Ur. y Ven. Dicho de un esclavo: Que se refugiaba en los montes buscando la libertad. Era u. t. c. s.
6. m. Arg. y Ur. mate amargo.
apio cimarrón
borrego cimarrón
mate cimarrón
yaya cimarrona

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