Ruido

Una palabra donada por Lázaro González Gambero

Hay un vecino en mi bloque que anda todo el día deambulando por su piso. Lo sé porque siempre lleva las deportivas puestas y oigo perfectamente el «ñic ñic» de sus pasos sobre el parquet. 

Lo imagino dando zancadas arriba y abajo con una bolsa de chips en la mano. Otras veces me lo represento con su barba de dos días paseándose con un cigarro en la mano y un cenicero en la otra, ensoñado con la idea de encontrar la gran frase que abrirá un nuevo capítulo de algo. Algún día he pensado que tal vez esté esperando a alguien y que el sonido de sus zapatillas camufla el latido impaciente que está a punto de convertir la tarde en un mar de posibles que no llegan. 

El otro día oí, en una suerte de alucinación auditiva, una conversación que tuvo lugar en su salón. Bueno, a lo mejor la oí realmente. Para concentrarme apagué mi radio y cerré bien las ventanas. Escuché claramente cómo le decía a alguien: «No lo entiendo». Esa otra persona (admito que visualicé a una mujer -basándome en los prejuicios adheridos a la percepción de una voz aguda-) le contestó: «¿No lo ves? Es mucho mejor así».

En otra sesión de espionaje por mi parte, constaté que el compás de las bambas era interrumpido por suspiros que parecían formar parte de esos famosos ejercicios de cardio. Por otro lado, quizás fueran debidos a un cansancio mundano, sin más. Tanto recorrer el breve salón puede resultar, sin duda, agotador. En esta ocasión imaginé a mi vecino sin barba, no sé por qué. De lo que sí estoy segura es de que no tenía el móvil en la mano. No estaba pendiente de nada, francamente. Esos suspiros no eran de alguien que aguarda, sino de alguien a quien ya le han dicho, por enésima vez, que no espere más.  

Ayer, al oír el famoso «ñic ñic» del calzado de mi vecino, me alegré mucho por él. Estoy segura de que estaba estrenando sus zapatos nuevos, listo para largas excursiones en vete tú a saber qué cimas, o paseos en alguno de esos parques, o caminatas en las callejuelas de la ciudad… En ese caso estará preparado con las gafas de sol en la cabeza, una bolsa o mochila o qué se yo… 

IPM, sin título, 2018
Lo más difícil de explicar es lo que ha ocurrido hoy. Los graznidos exiguos de los pasos del vecino de arriba han empezado a extenderse más allá del suelo. Tras dos breves segundos de silencio -deduzco que por estar marchando sobre el sofá-, las pisadas han comenzado a oírse más lejanas, ascendentes, de modo que resulta evidente que el caminante ha ampliado su horizonte remontando el muro. Cuando imagino que ya estará andando por el techo, moneditas y algún clip, fugitivos de sus bolsillos, han impactado contra el suelo, mi techo. Lo único que debe de sostener su mano es el mando a distancia, ya que sólo así, desde las alturas de un murciélago, mi vecino ha podido darle al play. Las zancadas, cada vez más lejanas, del señor que camina del revés, son ya prácticamente inaudibles, pero sí emanan un ritmo un, dos, tres, tará, tará, que baila perfectamente con el funky de… 

Mi ventana se ha abierto de golpe. Entra la música, querido lector, y asoman cabetes negros con ráfagas fucsias, cordones que preceden dos pies calzados con un par de deportivas que no dudan en apoyarse en mi alféizar para sostener con firmeza las rodillas, muslos y caderas del vecino que aún no sé si traspasará el ajimez con el rostro afeitado o con barba de dos días. 

«No sé», me dirá.
«No sé», le diré.
|Texto e imagen: Irene Pomar|

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