Escarcha

[Una palabra donada por Ana María Ávila]

Apoyado en la barandilla de la salida del metro aprovecha que ha llegado pronto para seguir leyendo un ensayo de teoría de la educación mientras una desconocida proclama desde las escaleras la palabra de Dios ofreciéndole el correspondiente folleto con entusiasmo. En esos mismos instantes que no sumarán más de un minuto, una mujer reprende a la creyente desde lo alto de la escalera gritándole que su hijo murió a los veintiún años a causa de un rayo y que no le hable de Cristo, a lo que ésta le responde que «aunque tú no le ames, él sí te ama a ti». Un escalofrío ha recordado al lector que es invierno y que en estas fechas prenavideñas parece que todos llevamos una lente para ver la normalidad aumentada y un audífono para atender a voces que se tornan gritos.

Mientras espera apoyado en esa barandilla, un hombre que se tambalea se ha detenido a su lado para observar con atención lo que allí ocurre. Antes de proseguir su camino mira atentamente al que espera y le espeta algo irreconocible cuya onda expansiva alcanza su olfato en forma de aroma de alcohol y tabaco, obligándole así a levantar de nuevo la vista del libro. Con un «bah» se despide y prosigue su zig zag calle abajo.

Ya ha repasado todas las corrientes de pedagogía libertaria y la espera no está dando frutos. Mira a ver si tiene algún mensaje y ahí está: «Tío, perdona, pero no llego, se me ha complicado la…». Así que nada. No le apetece mucho ir solo a la inauguración, así que empieza a caminar sin más, bajando la calle como lo hizo el señor del «bah». Se adentra en este barrio lleno de locales comerciales (algunos con carteles en chino subtitulado en español): Agencia «Viajes Despejado S.L.», «Supermercado», «Alimentación y más…..», bar restaurante «Charo II», «Master Piz Bar», «Yigu’s peluqueros», «Cerrajería artística», «Herbolario natural-mente», «Viajes Marcenado», «Bar Manchego», «Horno de pan Chimbo», «Alimentación y verduras. Comida española, latina e india», Colchonería «El Rey de las camas», local en alquiler, en venta…

Se filtra sin instalarse ni detenerse por estos lugares de calles grandes y pequeñas como un gas inocuo e invisible al que nada moldea ni afecta salvo el frío. A un paso cada vez más rápido, le ofrecen folletos de «compro oro» y «chupitos 3×1» que recoge y dobla sistemáticamente para guardarlos en el bolsillo del abrigo. Repasa descuentos en ropa y electrodomésticos en tiendas con peldaño donde se acurrucan con mantas y bolsas de plástico gentes que no se sabe si duermen o miran al suelo. De la única persona que mira de frente recibe el brillo de sus ojos sin saber en qué bolsillo guardarlo.

Del siguiente portal salen maletas y bolsas de rafia acarreadas por familiares que se mueven rápido, preparando el coche -uno que, de viejo, no puede entrar en la zona central- para el periplo navideño. La niña más pequeña custodia un papel que, imagina el lector, será la carta para los magos de Oriente. A esta hora ya están encendidas las luces, esas que se mueven de un barrio a otro cada año para que parezcan distintas cada vez: «estas estaban en el barrio alto el año pasado», piensa. Del siguiente bar sale el sonido de villancicos cantados en ritmo andaluz por niños y adultos. Una cola sale del locutorio y centro de envío de dinero, un cajero automático está fuera de servicio y la peluquería está a rebosar a pesar de que la hora de cierre parece próxima. De nuevo le ofrecen un folleto de «compro oro», esta vez frente a la casa de apuestas, la primera de las cinco que hay en la misma calle. «Respeto por la victoria», lee en una, «Hínchate a ganar», en otra. Más allá: «Equipo, emoción, suerte, entretenimiento…», «Aquí apostamos por el deporte» y, en la quinta, «Apuestas gratis».

Por el suelo no ha dejado de ver cuartillas con la fotografía de una mujer desnuda y un número de teléfono fucsia. Nadie reparte esos papeles, al parecer solos se esparcen a la espera de que uno se agache como quien descubre una moneda de cinco céntimos que le viene bien.

Después de una hora se halla en el centro de la ciudad, allí donde hay una bola de navidad gigante que emite canciones navideñas famosas a todo volumen. Tiene un colega trabajando en unas oficinas cercanas y los compañeros de seguridad están volviéndose locos -le dijo- con las canciones en bucle. La bola es el centro neurálgico del selfie para paseantes y turistas que desean fotografiar el espíritu navideño con la calle iluminada de fondo. Las tiendas son enormes, conocidas por sus ofertas y posibilidades. En sus puertas percibe un sinfín de personas que entran y de bolsas que salen. Algunas también tienen escalones, pero en pocas se fija en si hay alguien con manta. Alguien de pie le pide una moneda que deposita sin mirar mucho en un vaso de papel.

Revistas de «¡Despertad!», más cuartillas de «compro oro» y ofertas de menú en su bolsillo, la lotería, la calle peatonal de subida, prohibida de bajada, selfies, más selfies, niños bajitos tiran petardos en medio de la muchedumbre sin afectar su marcha, móviles y sus propietarios buscan a homólogos que no estarán muy lejos.

Está parado en el centro de la plaza concurrida de mariachis, visitantes, Mickey mouse, manifestantes, hileras de bolsos y zapatillas de imitación, abrigos, móviles, taxis, boca de metro, edificios históricos, grupos de personas que hablan y se esperan, bolsas, una cantante de ópera que emite vaho…

Cuando va a guardar la enésima cuartilla de publicidad doblada en su bolsillo, percibe lentitud en su mano. Nuestro gas lector empieza a ralentizar su circulación. Las horas lo hacen más pesado. Las cosas, más gélido. Prácticamente oye cómo sus engranajes se ralentizan y luchan por no detenerse. Su frente está húmeda y fría, como el resto de su cuerpo. Incluso las puntas de sus cabellos parecen estar en disputa con el viento que empieza a arreciar tímidamente pero con efecto de microgranizo proyectado contra él. Las piernas no responden a la orden de «andad».

Su lente de normalidad aumentada y su audífono imaginario que convierte en gritos las voces le obligan a dejar de deslizarse pasando de largo. Están robándole el privilegio de ser un gas inocuo e invisible que se limita a circular. Absorben lo que vive y lo distribuyen por las venas obligándole a permanecer horas con la mano muerta en el bolsillo y la mirada absorta de tedio. El desconcierto se condensa y congela entre músculos y tendones tras esta noche a punto de cambiar de nombre de forma prematura.

Un «bah» retumba en su cabeza. Hace falta el primer rayo de sol para darse cuenta de que venía de fuera. Han desaparecido la muchedumbre, los folletos y los selfies. La resaca de la plaza y otro «bah» activan de nuevo su mirada y la mano sale por fin del bolsillo. Empieza a mirar alrededor y ve que cerca está el hombre de la estación de metro del barrio, el de los andares en zig zag. Ambos se encuentran solos en este lugar que en unas horas estará repleto de esa lista infinita de seres y estímulos. El hombre se le acerca y, cuando están hombro con hombro, repite: «bah». No ha amainado el aroma a alcohol y tabaco que, en este caso, parece completar el proceso de descongelado del lector gaseoso. Este solo sabe responderle con un «va».

Acto seguido se les ve juntos en una de las cafeterías del casco antiguo tomando chocolate caliente. No hablan mucho, pero, desde entonces, cada día están ahí a esas horas.

 

Texto e imagen: Irene Pomar

escarcha
De or. inc.
1. f. Rocío de la noche congelado.
Otra entrada que contiene la forma «escarcha»:
escarchar
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