Estremecimiento


Y TODO POR UN CORTAPUROS

Señoras y señores que me miran dispersos, pálidos, temblorosos. Debe de resultar extraño verme así echado, rodeado de todo tipo de objetos. ¿Me ven? La verdad es que yo estoy un poco desorientado también. ¿Qué? No oigo lo que dicen. ¡No! ¡Ni lo toquen! Perdón, disculpen el viento, no quería asustarlos. Dejen que les explique…

El día que morí era un domingo soleado. No sé cuánto tiempo ha pasado. Décadas, tal vez. Y todo por un cortapuros… Sí, ese que intentaba tocar usted. Sí, no, no, usted. ¿Hola? ¿Me oyen? En fin. Para mis empleados, cada domingo yo disfrutaba de mi tiempo a solas con los archivos, colocando expedientes en orden de importancia sobre la mesa. Así estaba seguro de arrancar la semana con la cabeza bien amueblada. Nada más llegar el lunes, mi pasante, Lucio, me saludaría y me diría aquello de “vaya, letrado, ya veo que ha vuelto usted a pasar un buen domingo. Está todo impecable.” Poco sabía él de hasta dónde llegaba mi labor de orden dominical.

Hay cuatro estancias en este bufete. Una de ellas, la principal, es mi despacho, y la anexa es la oficina de Lucio y Clarisa, la administrativa. La tercera es la sala de reuniones y de casos archivados. Estos últimos eran tantos que ya empezaban a desbordar y los fuimos ubicando en esta, la cuarta estancia. Por entonces era una suerte de trastero donde almacenábamos los muebles de mi socio Blas, meticulosamente amontonados en la pared derecha de la habitación, de forma que tuviéramos acceso a la ventana del lado opuesto y a la pared habilitada para los archivos.

En realidad, es en este cuarto donde paso la mayor parte del tiempo solo. Me gusta dedicar unos instantes a pensar en mi amigo Blas, Blas de Juma, persona leal, honesta y uno de los mejores abogados de Madrid, fallecido de forma absurda el domingo 21 de junio de 1959. Acabábamos de mudarnos a este local de la calle del Marqués de Monasterio. Su muerte fue tan inesperada, que las cosas quedaron según las dejaron los mozos de mudanza. Ahí, sin más, contra la pared. Bueno, no exactamente. Por no faltar a la verdad, contaré que Blas me dijo que se pasaría el domingo para ir colocando las cosas a su gusto. Yo preferí terminar todo el mismo sábado, de forma que podría dedicar el resto del fin de semana a descansar por primera vez en muchos meses, pasear con mi mujer y mis dos hijas y recobrar fuerzas para estar concentrado el lunes e iniciar esa nueva etapa que se anunciaba prolífica.

No dejo de imaginar a Blas ese domingo, con su puro, su cortapuros —del que jamás se separaba—, sentado en la única silla bien apoyada mientras contemplaba su mobiliario, analizando con esmero el lugar ideal para cada cosa.

El lunes fui el primero en llegar. Ya sea por el solsticio de verano, ya sea por la emoción de estar en un lugar nuevo, fui incapaz de dormir más allá de las cuatro de la mañana. Me crucé con el sereno, así que no sé si serían ya las seis cuando abrí la puerta del bufete. Aunque afuera clareaba, dentro estaba oscuro; los porticones estaban abiertos, pero solo entraba una luz naranja de la calle. No me había fijado antes, pero teníamos una farola justo frente a esta ventana, a pie de calle. A la derecha estaba precisamente la puerta del despacho de Blas. El olor a humo permanecía. “Está claro que terminó tarde”, pensé. Qué mejor momento para asomarme a ver cómo había quedado. No sé cómo describir lo que sentí al ver que el suelo estaba completamente despejado, vacío; solo yo estaba apoyado en él, mientras que era el techo el que estaba lleno de trastos. “¿Pero cómo…? ¿Qué broma es esta?” Debo decir que todo estaba perfectamente dispuesto: una silla detrás de la mesa, más otras dos pequeñas delante para los visitantes. Impecable, como diría Lucio, salvo por el pequeño detalle de que estaba todo del revés, apoyado en el techo, o colgado, según se mire. La lámpara de pie, la de sobremesa, la estantería con los libros, un espejo en la pared, incluso una muñeca de su sobrina pequeña, el candelabro y el cortapuros… ¿El cortapuros? Me sorprendió verlo sobre su mesa, ya que, como digo, Blas jamás se separaba de él.

Ya nos había gastado bromas, aunque admito que como aquella, ninguna. Reconozco que incluso me hizo gracia imaginarme a mi amigo encaramado a una escalera adhiriéndolo todo para darle un toque de humor a la inauguración. Pero me pareció poco seguro, así que cerré con llave hasta que llegara. No quería que cualquier cliente entrara por error y tuviera un susto. Al cabo de un par de horas ya había arrancado la locura: el teléfono, el pasante y sus firmas, las reuniones… Blas no había llegado. “¿Tenía De Juma algún juicio?”, pregunté a Lucio y a Clarisa. No les constaba y no lográbamos dar con él ni en su casa ni en la de sus padres.

A la hora de comer me quedé solo de nuevo, así que abrí la puerta del despacho de mi socio y permanecí plantado mirando al techo con preguntas informulables; era un interrogante con patas. Pensándolo bien, a cuento de qué se liaría Blas a subir todo aquello si no iba a estar por la mañana, a primera hora, para ver nuestras caras de pasmados y echarse unas risas a nuestra salud. A pesar de haber estrenado el verano, al mirar detenidamente el cortapuros sobre la mesa invertida, empecé a tiritar. Mis dientes castañeaban y las manos me sudaban en los bolsillos. Al sacarlas, me quedé observándolas como si fueran nuevas, extrañas. Los ojos empezaron a llorarme cuando, ¡pam!, a mis pies cayó el cortapuros. El corazón se me congeló y solo mi dentadura imparable interrumpía el silencio helado. En un acto reflejo y torpe, me abroché la americana mientras me agachaba para recoger el objeto. Al tocarlo, no me dio tiempo a detenerme en lo extraño que era que no tuviera restos de pegamento, ni de hilo ni nada. Inmediatamente apareció la mano de Blas, fría, agarrada al cortapuros, unida al resto de su cuerpo yaciente en el suelo. Ni un ruido, ni un ¡pam!, nada. ¿Dormía? No. ¿Despertaría? Tampoco. Todavía olía a tabaco y sentía que mi sangre se convertía en arena de pena y de incomprensión. Aún hoy me emociono, ya ven, disculpen el desprendimiento de tierra.

Quise ahorrar a su hermano, el padre de la sobrinita, y a mis empleados la perplejidad y el miedo. Con la tristeza de ver a Blas desplomado en el suelo me parecía suficiente dolor, la verdad. Como abogado, sé cuando una parte de la verdad no es relevante y puede ensombrecer de forma innecesaria un proceso. Así pues, al cabo de una hora era yo quien estaba encaramado a una escalera para intentar desprender del techo aquellos objetos. Según rozaba cada cosa, se desprendía con calma y quedaba apoyada en el suelo junto al resto, en la pared donde lo habían dejado los mozos en un primer momento.

El domingo siguiente, me acerqué al bufete. Abrí el despacho de Blas por primera vez desde que se fue. Todos los muebles estaban dispuestos en el techo otra vez, invertidos, igual que el otro día. Incluido el cortapuros. Como era más o menos la misma hora, decidí esperar y ocurrió: tirité, sudé, miré mis manos y cayó el cortapuros a mis pies. Al querer recogerlo como entonces, donde estuvo Blas solo estaba la escalera. Trepé y volvieron a descender las cosas como la primera vez. No osábamos desprendernos de los enseres de Blas, pero recordarán que habíamos decidido utilizar esta sala para almacenar más casos cerrados, así que para cada domingo me había impuesto el mismo ritual secreto: en cuanto cayera el cortapuros, aparecería la escalera y yo subiría al techo para que las cosas descendieran y quedaran como las habíamos dejado el sábado, listas para el lunes sin que nadie notara nada extraño.

El día del aniversario de la muerte de Blas, algo cambió. Tardaba en caer el cortapuros, aunque sí estaba la escalera. Me encaramé a recogerlo yo mismo de la mesa invertida y lo guardé en el bolsillo de la camisa. Todos los objetos del techo siguieron el mismo camino: un tintero, pequeñeces, y, al fin, el alud de muebles sobre mi persona, enterrándome abrazado a una escalera que se disolvió y con un cortapuros cerca del corazón. Sentí de nuevo la mano —ahora cálida— de mi amigo Blas. Desde ese domingo soleado en el que morí, no sé qué día es, pero, “por si mañana fuera lunes”, a menudo me dispongo a ordenar. Sin embargo, lo que hago es recoger de lo alto el cortapuros dejando que los enseres del techo me entierren una y otra vez, sintiendo —eso sí— la mano de mi amigo cerca del corazón. Noto que el estruendo los asusta, pero, créanme, más me duele a mí. ¡Pero que no toque el cortapuros! ¡Cuidado, arena!

(c) IPM, Y todo, por un cortapuros. 2020

Este texto ha sido escrito en el marco del curso de Técnicas Narrativas impartido por Néstor Belda, a quien agradezco su lectura y comentarios. Inspirado en un artículo sobre los sucesos acaecidos en Madrid, en el Baúl del Monje.
Texto e imagen: Irene Pomar

Una palabra donada por Carolina Matamala

Estremecimiento:

estremecer
Del lat. ex- ‘ex-1’ y tremiscĕre ‘comenzar a temblar’; cf. contremecer y lat. contremiscĕre.

Conjug. c. agradecer.

  1. tr. Hacer temblar algo. El ruido del cañonazo estremeció las casas.
  2. tr. Ocasionar alteración o sobresalto en el ánimo de alguien.
  3. prnl. Temblar con movimiento agitado y repentino.
  4. prnl. Sentir una repentina sacudida nerviosa o sobresalto en el ánimo.

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