Una palabra donada por Antonio Lucas
Arturo Pomar, Gato, 1995 (Técnica mixta sobre cartulina, 21,6 x 29,6 cm.) |
Era un ascensor. Yo estaba sentada apoyada en la pared opuesta a la de la puerta. En ésta había otra chica a la que conocía y que estaba igualmente sentada. Aún había otra chica apoyada en la pared de mi derecha. En la pared de mi izquierda no había más que una rejilla de ventilación. La verdad es que el ascensor era idéntico al de mi antigua vivienda, con las mismas dimensiones y el mismo color rojo.
Arturo Pomar, Estudio escultura, 1995 (Técnica mixta sobre cartón, 21,3 x 27,8 cm.) |
Ese algo no era concreto y no se podía definir pero era una sensación de impaciencia y curiosidad. En ningún momento sentí miedo. Tenía ganas de que ocurriera algo para saber lo que pasaría después. Tampoco era alegría ya que no recuerdo haber realizado un gesto de sonrisa. Pero sí hubo un tímido sentimiento de satisfacción ya que eché la cabeza hacia atrás cerrando los ojos y apoyándome en la pared. Luego abrí los ojos de nuevo siempre con calma, miré hacia arriba y a la izquierda y me quedé contemplando la rejilla. Mientras ocurría todo esto recordaba las caras de las pobres chicas que me acompañaban y me sabía mal por ellas. También lamentaba el abandonar a mis padres ya que me echarían de menos y yo no quería que ellos sufrieran. En aquellos momentos pensaba en cómo me habría gustado haber hablado antes con mis padres para hacerles entender que la felicidad es lo que iba a obtener ahora y que ellos simplemente debían esperar y seguir viviendo. Lamentaba que fueran ellos los que se tenían que quedar en este mundo lleno de pesadumbre y yo tenía miedo de olvidar.
Arturo Pomar, Rostro, 1995 (Técnica mixta sobre cartón, 21,4 x 20,8 cm.) |
Aun así yo quería ver lo que había después y seguí esperando, impaciente pero con ese sentimiento de culpabilidad que no podía sacar de dentro pero que no llegaba a atormentarme.
(texto original en https://arturopomar.wordpress.com/2011/04/21/era-un-ascensor/)
Delirio 3: No se le pregunta la hora al pide-cuentas.
El pide-cuentas cree firmemente que las voces que no le hablan, en realidad, hablan de él. Está en su despacho como monarca al que hay que pedir audiencia y diseña su actitud mezclando la condescendencia con un tono amical y atento. A la receta le añade una dosis de volubilidad y capricho que pretende ser innata -y por ende legítima- que, gracias a los primeros ingredientes, son aceptados, asumidos y casi comprendidos por esa especie a la que llama «gente»; gente que se implica en esta relación asentándola en un pilar enclenque llamado «miedo».
La mesa está vacía. Es una gran mesa de reuniones donde los dedos se deslizan ansiosos sobre la pantalla del iPhone actualizando la bandeja de entrada cada tres segundos. Miradas oblicuas descendientes que aguardan la molesta pregunta que suele empezar por «¿cómo está el tema de…?» y suele acabar por «bueno, ya veo que esto tampoco somos capaces de hacerlo». Con un «nosotros» el pide-cuentas se implica fugazmente en la cuestion de la que, paradójicamente, no tendrá que rendir cuentas a nadie. Un «nosotros» que -saboreándolo al pronunciarlo- le permite al pide-cuentas decirse que es benévolo o, más aún, bondadoso. Durante unos segundos el interpelado, además de medio imbécil, se siente medio culpable. Medios sentimientos que o bien desembocan en grandes cóleras cerebrales o bien conducen a grandes inseguridades.
Mazinger Z |
El pide-cuentas gestiona un poder medio–tomado, medio-otorgado. Dos mitades que, de nuevo, conllevan una legitimidad sólida que le da sistemáticamente la razón. Dos mitades mal delimitadas que turban la visión de esa escultura a la que, por un lado, no se le puede culpar por haberse hecho atacar por las palomas y a la que, por otro lado, se le reprocha ser eso, una escultura inamovible. La escultura no sirve como ejemplo, ya que su cabeza no contiene conciencia. No obstante, a la conciencia sí se le puede exigir no encerrarse en una escultura para refugiarse en su rigidez.
El Principe feliz de Oscar Wilde es una escultura con tendencia a la humanidad, al ansia de movimiento en vistas a una comprensión de lo que ocurre fuera de ella y al deseo de intervención para que ese mundo sea digno de ser vivido y contemplado, aun arrancándose su coraza de oro y joyas. Si él contó con la amistad de un pájaro para ver y actuar, el brazo del que ha decidido encerrarse en una escultura inamovible no es más que un ave rapaz con un número indefinido (que no infinito) de presas potenciales. Su otro brazo es un perro guardián que protege la cubierta de piedras y brillantes. Su conciencia es una voz cada vez más silenciosa que sólo desea dormir apaciblemente en su cráneo de piedra o de bronce. Todo lo que la interpela es considerado ruido que debe acallarse porque –qué idea- no se despierta a una escultura perfectamente diseñada. ¿Miedo? ¡¿También?!
Forma parte del inconsciente colectivo de la arriba llamada «gente» la idea de que el pide-cuentas pregunta y que la «gente» pide permiso. ¿Alguien le ha preguntado la hora a un pide-cuentas como el que se acaba de presentar? Es un experimento sencillo y con resultados interesantes. Cuando un subordinado se dirige a su pide-cuentas únicamente para evocar esta cuestión pueden ocurrir, por lo menos, cinco cosas:
1. El pide-cuentas da la hora;
2. El pide-cuentas espera otra pregunta o solicitud de permiso que nunca llega;
3. El pide-cuentas ha bajado de su nube de plácida eternidad y su tiempo queda delimitado;
4. La conciencia del pide-cuentas se ha desorientado;
5. Nada, que es más que menos y mejor que «bueno, ya veo que esto tampoco somos capaces de hacerlo».
| Textos: Irene Pomar |