Delirio

Una palabra donada por Antonio Lucas

delirio.
(Del lat. delirĭum).
1. m. Acción y efecto de delirar.
2. m. Despropósito, disparate.
3. m. Psicol. Confusión mental caracterizada por alucinaciones, reiteración de pensamientos absurdos e incoherencia.
~ de grandezas.
1. m. Actitud de la persona que se manifiesta con apariencia muy superior a la que realmente le corresponde.
~ paranoide.
1. m. Psicol. Síndrome atenuado de la paranoia caracterizado por egolatría, manía persecutoria, suspicacia y agresividad.
con ~.
1. loc. adv. Mucho, enormemente.
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Delirio 1: Me miran.
 
A los catorce sabía todo lo que no quería ser. A los catorce ya le habían acusado de querer complacer a todo el mundo. Sus reivindicaciones silenciosas se limitaban a no querer leer la Superpop como el resto de sus amigas; a seguir adorando platónicamente a alguien a quien hablaba cada día pero del que no esperaba nada… ¿fortaleza?; a creer que hacer crucigramas mientras los otros se sentaban en grupo era lo que quería, y tal vez era así; a creer que jugar al fútbol mientras las otras observaban como sus pechos habían crecido era mejor que perderse en lo que luego entendió que era una euforia hormonal natural… y tal vez era así; a creer que hacerse amiga del intelectual la convertía en especial… y tal vez eso era así; a creer que no hacer nada contra los levantamientos de falda a traición, salvo ponerse pantalones cortos debajo para decepcionar a los verdugos, era tener personalidad; a creer que indignarse porque una compañera le rompió las gafas a un compañero le daba autoridad moral; a escuchar música antigua mientras los otros adoraban el grunch. Y todo porque, efectivamente, buscaba algo, se buscaba. Pero también era el centro de su existencia y el resto del mundo estaba ahí para observarla y el juicio esperado era el de «sí, sí, tiene personalidad», «qué madura es para su edad»… En parte, lo logró.
Él, en cambio, desde los catorce años ya tenía dieciséis. Su opinión cuenta. Sus insultos son leyes. Su homofobia no es aleatoria, siempre recae sobre el mismo chico en el bus. Pegarle a la de los pantalones debajo de la falda era legal hasta que ésta le dio una patada en la espinilla (porque ella aún no había comprendido dónde podía doler de verdad). Por aquel entonces la de catorce ya se sintió como si tuviera quince y al oír sus disculpas le respondió: «sí, bueno, pides perdón pero hasta la próxima, ¿no?». Y entonces el supuesto de dieciséis cumplió, durante un minuto, catorce de nuevo. El llamado rarito se declaró a la de catorce unos meses antes, regalándole caramelos, porque ella había dicho varias veces que lo de las rosas era un «cliché».  Pero no se lo decía a él, se lo decía al otro, a aquél del que nunca esperó nada y que ni siquiera oyó esta conversación.
La de los catorce años ya trabajaba y eso es ser adulto. Así que esa madurez por la que abogaba estaba garantizada. El mundo, que gira a su alrededor, ya estaba convencido. Sólo una profesora no formaba parte de ese mundo ya que en su informe escolar escribió que «renunciaba a ser una chica de su edad para quedar bien protegida en su niñez». No, pero ¡ella trabajaba!, ¡qué madurez! Cada año desde hacía un lustro empezaba el curso pensando quién iba a ser ese año: la integrada, la guay, la líder, la marginada… Lo que fuera, mientras fuera decidido de antemano y bien diseñado para no cerrarse las puertas a nuevas opciones y no perdiera a sus amigos que, por suerte, eran unos cuantos.
Pausa.
Un día…:
Ascensor, 21 de agosto de 1996, 15 años.

Arturo Pomar, Gato, 1995 (Técnica mixta sobre cartulina, 21,6 x 29,6 cm.)

Era un ascensor. Yo estaba sentada apoyada en la pared opuesta a la de la puerta. En ésta había otra chica a la que conocía y que estaba igualmente sentada. Aún había otra chica apoyada en la pared de mi derecha. En la pared de mi izquierda no había más que una rejilla de ventilación. La verdad es que el ascensor era idéntico al de mi antigua vivienda, con las mismas dimensiones y el mismo color rojo.

Estábamos las tres sentadas mirando a un punto fijo pero indeterminado. Cada una a un sitio distinto. De pronto, la rejilla de ventilación adquirió la función de altavoz y se nos anunció que nuestra muerte ya estaba próxima. Las dos chicas lloraban en silencio sin apartar la vista del punto donde la habían fijado. Yo moví la cabeza hacia arriba para mirar la pared de enfrente y fijar la vista en un punto distinto, indeterminado, con la diferencia de que entonces estaba pensando en algo.
Arturo Pomar, Estudio escultura, 1995 (Técnica mixta sobre cartón, 21,3 x 27,8 cm.)

Ese algo no era concreto y no se podía definir pero era una sensación de impaciencia y curiosidad. En ningún momento sentí miedo. Tenía ganas de que ocurriera algo para saber lo que pasaría después. Tampoco era alegría ya que no recuerdo haber realizado un gesto de sonrisa. Pero sí hubo un tímido sentimiento de satisfacción ya que eché la cabeza hacia atrás cerrando los ojos y apoyándome en la pared. Luego abrí los ojos de nuevo siempre con calma, miré hacia arriba y a la izquierda y me quedé contemplando la rejilla. Mientras ocurría todo esto recordaba las caras de las pobres chicas que me acompañaban y me sabía mal por ellas. También lamentaba el abandonar a mis padres ya que me echarían de menos y yo no quería que ellos sufrieran. En aquellos momentos pensaba en cómo me habría gustado haber hablado antes con mis padres para hacerles entender que la felicidad es lo que iba a obtener ahora y que ellos simplemente debían esperar y seguir viviendo. Lamentaba que fueran ellos los que se tenían que quedar en este mundo lleno de pesadumbre y yo tenía miedo de olvidar.

Arturo Pomar, Rostro, 1995 (Técnica mixta sobre cartón, 21,4 x 20,8 cm.)

Aun así yo quería ver lo que había después y seguí esperando, impaciente pero con ese sentimiento de culpabilidad que no podía sacar de dentro pero que no llegaba a atormentarme.

Cuando me fijé en lo que había sido la rejilla vi un recuadro del mismo color que el resto de la pared, la rejilla ya no existía. Este resultó ser una puertecilla que no empezó a abrirse lentamente, no, sino que de pronto -sin saber cuándo ni cómo- estaba abierta. Quedaba pues un espacio negro. De él salió un fusil que disparó primero a las otras dos chicas; no se oyó ningún grito. Luego me apuntó a mí. Pensé: “bueno, ahora sabré qué pasa”.

Era una sensación de conformidad rayando la satisfacción. Por fin disparó. Una ligera presión debajo del cuello, a la izquierda del corazón. Nada de sangre. Cerré los ojos. Cuando desperté me encontré en una especie de cafetería de los años 20-40. Con una maleta en la mano. Salí andando al lado de un militar (¿o dos?) americano que me acompañaba como amigo, creo, y me senté en una mesita de fuera, igual que otros muchos turistas y gente bien. Me quedé tomando algo y viendo pasear a la gente sin saber qué pensar. Luego me desperté.

Arturo Pomar, Estudio escultura, 1995 (Técnica mixta sobre papel, 21,6 x 29,7 cm.)

(texto original en https://arturopomar.wordpress.com/2011/04/21/era-un-ascensor/)

Lo más inquietante del delirio no es tanto la incoherencia ya que esta noción es discutible y puede resultar más fascinante que cualquier sistema supuestamente racional y universalmente comprensivo. Lo más intrigante del delirio es la asunción de esa supuesta incoherencia como algo coherente e indiscutible. 
Delirio 2: Existe más que yo. Existo más que ellos/as.
Delirio 3: No se le pregunta la hora al pide-cuentas.

El pide-cuentas cree firmemente que las voces que no le hablan, en realidad, hablan de él. Está en su despacho como monarca al que hay que pedir audiencia y diseña su actitud mezclando la condescendencia con un tono amical y atento. A la receta le añade una dosis de volubilidad y capricho que pretende ser innata -y por ende legítima-  que, gracias a los primeros ingredientes, son aceptados, asumidos y casi comprendidos por esa especie a la que llama «gente»; gente que se implica en esta relación asentándola en un pilar enclenque llamado «miedo».

La mesa está vacía. Es una gran mesa de reuniones donde los dedos se deslizan ansiosos sobre la pantalla del iPhone actualizando la bandeja de entrada cada tres segundos. Miradas oblicuas descendientes que aguardan la molesta pregunta que suele empezar por «¿cómo está el tema de…?» y suele acabar por «bueno, ya veo que esto tampoco somos capaces de hacerlo». Con un «nosotros» el pide-cuentas se implica fugazmente en la cuestion de la que, paradójicamente, no tendrá que rendir cuentas a nadie. Un «nosotros» que -saboreándolo
al pronunciarlo- le permite al pide-cuentas decirse que es benévolo o, más aún, bondadoso. Durante unos segundos el interpelado, además de medio imbécil, se siente medio culpable. Medios sentimientos que o bien desembocan en grandes cóleras cerebrales o bien conducen a grandes inseguridades.

Mazinger Z


El pide-cuentas gestiona un poder mediotomado, medio-otorgado. Dos mitades que, de nuevo, conllevan una legitimidad sólida que le da sistemáticamente la razón. Dos mitades mal delimitadas que turban la visión de esa
escultura a la que, por un lado, no se le puede culpar por haberse hecho atacar por las palomas y a la que, por otro lado, se le reprocha ser eso, una escultura inamovible. La escultura no sirve como ejemplo, ya que su cabeza no contiene conciencia. No obstante, a la conciencia sí se le puede exigir no encerrarse en una escultura para refugiarse en su rigidez.
 
El Principe feliz de Oscar Wilde es una escultura con tendencia a la humanidad, al ansia de movimiento en vistas a una comprensión de lo que ocurre fuera de ella y al deseo de intervención para que ese mundo sea digno de ser vivido y contemplado, aun arrancándose su coraza de oro y joyas. Si él contó con la amistad de un pájaro para ver y actuar, el brazo del que ha decidido encerrarse en una escultura inamovible no es más que un ave rapaz con un número indefinido (que no infinito) de presas potenciales. Su otro brazo es un perro guardián que protege la cubierta de piedras y brillantes. Su conciencia es una voz cada vez más silenciosa que sólo desea dormir apaciblemente en su cráneo de piedra o de bronce. Todo lo que la interpela es considerado ruido que debe acallarse porque –qué idea- no se despierta a una escultura perfectamente diseñada. ¿Miedo? ¡¿También?! 

Forma parte del inconsciente colectivo de la arriba llamada «gente» la idea de que el pide-cuentas pregunta y que la «gente» pide permiso. ¿Alguien le ha preguntado
la hora a un pide-cuentas como el que se acaba de presentar? Es un experimento sencillo y con resultados interesantes. Cuando un subordinado se dirige a su pide-cuentas únicamente para evocar esta cuestión pueden ocurrir, por lo menos, cinco cosas:

1. El pide-cuentas da la hora;

2. El pide-cuentas espera otra pregunta o solicitud de permiso que nunca llega;
3. El pide-cuentas ha bajado de su nube de plácida eternidad y su tiempo queda delimitado;

4. La conciencia del pide-cuentas se ha desorientado;
5. Nada, que es más que menos y mejor que «bueno, ya veo que esto tampoco somos capaces de hacerlo».


| Textos: Irene Pomar |

 

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