Mandil

Una palabra donada por Hildegard Huarte Vierge

mandil.
(Del ár. hisp. mandíl, este del ár. clás. mandīl o mindīl, este del arameo mandīlā, y este del lat. mantīle o mantēle, toalla, mantel).
1. m. Prenda de cuero o tela fuerte que, colgada del cuello, sirve en ciertos oficios para proteger la ropa desde lo alto del pecho hasta por debajo de las rodillas.
2. m. Prenda de vestir que, atada a la cintura, usan las mujeres para cubrir la delantera de la falda, y por analogía, el que usan algunos artesanos, los criados, los camareros y los niños.
3. m. Prenda sujeta a la cintura usada ritualmente por los masones.
4. m. Pedazo de bayeta que sirve para dar al caballo la última mano de limpieza.
5. m. Red de mallas muy estrechas para pescar.
6. m. germ. Criado de rufián o de mujer pública.
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Hipsteria de mandil


Si escucho Eels, Radiohead y Bjork; si consumo comida bio; si me gustan algunos textos de Kerouac, si descubrí hace poco la Beat Generation y disfruto de Moondog y de cierto tipo de jazz; si me gusta tanto el arte contemporáneo que he hecho de él mi trabajo; si llevo gafas que de lejos podrían parecer de pasta; si fumo tabaco de liar y visito ferias de objetos usados… ¿qué me salva de parecer hipster? Será que aún como carne, que no compro mucha ropa vintage; que descubrí esta nueva versión de la subcultura cuando yo ya no estaba entre los 18 y los 30 años y, ah, que no me he dejado bigote, si no es por la accidental pelusilla que asoma a veces durante esa incómoda fase en la que la zona es aún indepilable; lo sé, lo del bigote es para los hombres, vellosidad femenina, sssh, ¡tabú!…

Por otro lado, una vez compré una estuatilla que recuerda ligeramente a las tan denostadas Lladró y lo paso muy, pero que muy bien bailando a Camela, Gipsy Kings y a Elvis Costelo, arreglada o en pijama. Ya, nada menos hipster. Además cambio de opinión cada dos por tres sin dejar de creer que tengo principios sólidos y, lo más importante, idolatro mi mandil de lunares, aunque mi relación con el acto de cocinar esté más cerca del odio que del amor, muy a mi pesar. 

Ya a los nueve años, cuando visitaba a mis tíos en Valladolid, mi prima me enseñó a cantar el «Pingacho» y, mientras me divertía con la coreografía de esta jota, repetía incansablemente el estribillo, sin saber muy bien qué decía: ahora sí que estarás contentoooona, mandiloooona, mandiloooona; ahora sí que estarás contentón, mandilón, mandilón, mandilón

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Durante la adolescencia, pasé algunas tardes, fines de semana y todos los veranos, doblando delantales, o mandiles, o ambos… A los veinte, utilicé un fantástico mandil rojo, sin pechera, en el restaurante en el que trabajé en Alemania, mientras servía tapas y recogía mesas al ritmo de Jaco Pastorius, Sabina, Aute, Los Rodríguez, Shakira y Rosana. Ya os he comentado que cambio de opinión cada dos por tres. 

Decía que idolatro mi mandil. Lo que pasa es que, con tanta mudanza en los últimos años, sólo me han seguido mi disco duro externo y el mencionado delantal. El mismo que me dio mi madre, en 2004, sabiendo que los utensilios de cocina iban a ser mi última preocupación a la hora de instalarme. Es de felpa, con un contorno rojo (con el tiempo se está volviendo rosa). Sobre su fondo blanco, lunares rojos, verdes y naranjas, bien alineados y equidistantes. En el centro hay una receta manuscrita que nunca he leído y que, después de tantos lavados, no sabría deciros qué plato propone (algo con manzana). Sobre el bolsillo, a la izquierda, un racimo de uvas azules que encontramos de nuevo en la esquina inferior derecha junto a lo que recuerda a una copa de batido y que enlaza con la cenefa de hojas verdes y frutas naranjas que sigue casi todo el contorno rojo. 

Mi mandil es ajeno al debate sobre si su nombre de origen árabe es sinónimo de «delantal». No sabe que, allá a finales de la década de 1940, en Sauquillo de Paredes, Soria, fue invocado por mi abuela. Un día, mi madre fue mandada por la suya a por un mandil. Al presentarse con un pedazo de tela con pechera y pretina, mi abuela la corrigió: «un mandil, hija, no un delantal». 

(…)

[UN DESCANSO]

No puedo concentrarme. 

Digo que no puedo concentrarme porque, mientras miro mis notas manuscritas, cada vez que mi vista se desvía hacia la pantalla, me quedo bloqueada en la segunda acepción de la definición de la palabra «mandil» propuesta por el Diccionario de la Real Academia Española. Tal vez esté yo algo formateada, claramente influenciada por las recientes polémicas ligadas a las definiciones de «autista» y «gitano» que han sido objeto de discusiones y protestas varias en la mayoría de las redes sociales. Tal vez -puede ocurrir-, esté predispuesta a indignarme ligeramente ante cualquier ápice de trato tendencioso o trasnochado de las definiciones por parte del D.R.A.E. Vamos, que puede que exagere, pero aquí estoy, escribiendo enfurruñada en el seno de lo que prometía ser una entrada relajada.

Veamos esta segunda acepción: Prenda de vestir que, atada a la cintura, usan las mujeres para cubrir la delantera de la falda, y por analogía, el que usan algunos artesanos, los criados, los camareros y los niños. 
Habría sido tan sencillo decir «prenda de vestir que, atada a la cintura, se usa para proteger la falda o el pantalón», que no alcanzo a entender qué sentido tiene meterse en un berenjenal de detalles que conduce inevitablemente a un reduccionismo según el cual podemos deducir dos cosas:

– Exceptuando a «algunos artesanos», a (¿todos?) «los criados»,  «los camareros» y «los niños», sólo (¿todas?) las mujeres con falda utilizan el mandil.
– Si las mujeres llevan pantalones, no utilizan mandil. O las mujeres no llevan pantalones. 
– Este artículo no es de hoy. 


PD:

Y un último detalle:
¿»el que usan»? ¿No será «la que» («la prenda de vestir»)? Salvo si se refiere a «mandil», que no aparece en la frase de forma explícita… Si eso se puede hacer, bien, mea culpa. Es sólo una duda.


[CONTINUACIÓN]

Volviendo a la entrada, sólo he entendido un par de cosas (y sólo a medias): 

La primera es que, si bien el mandil lleva conmigo durante casi toda mi vida adulta, éste no ha ejercido sus funciones más que en contadas ocasiones. Sin embargo, es un objeto al que no quiero renunciar, por una razón simbólica de la que no era consciente hasta hoy y que -curiosamente- poco tiene que ver con la cocina. 

La segunda es que tanta cultura autodefiniéndose ha generado otras subculturas, como la hipstérica, cuyo manifiesto es una imagen en negativo de la precedente. Nacen de unos principios fundamentales que se traducen, sencillamente, en una lista de elementos o características a los que no se quieren afiliar: no queremos parecernos ni a usted, ni a usted, ni a usted. Dirán: nosotros no somos un «nosotros», como venís siéndolo vosotros; nosotros somos individuos. Pero con tanto «yo» reclamando su derecho a ser único, y tanto individuo reconociendo al que quiere ser igual de único que él, ha nacido el símbolo identificativo (llamémoslo bigote, gafas, pantalones pitillo…). Naciendo de una actitud que ha generado un encuentro, han incorporado la independencia (el indie) como himno, deviniendo esclavos de ésta y derivando hacia el clásico manierismo que los convierte en diana fácil de manuales y caricaturas. Y eso que, como suele ocurrir, la idea no era mala.

Lo siento, mi mandil y yo sólo pasábamos por aquí. Acabamos de conocernos pero vamos entendiendo que ni él ni yo somos como somos y que los otros nos reconocen por cosas a las que no sabíamos que estábamos ligados. 

No importa formar parte de un rebaño ni quedarse rezagado cuando el cuerpo lo pide. Ni lo uno ni lo otro y, éste, es el mismo derecho para todo el mundo. Simplemente, de nada sirve decirme de qué forma debo ser única; hay muchos como yo, con y sin bigote. Ocurra lo que ocurra, nunca seremos idénticos. Y que me aspen si en un arranque no me pongo a bailar un pingacho antes de leer a Bradbury a la hora de acostarme.




(c) IPM

   









|Texto e imagen: Irene Pomar|


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