Lettera

Una palabra donada por Kepin


La palabra lettera no está registrada en el Diccionario. La que se muestra a continuación tiene formas con una escritura cercana.
letrero, ra.

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Kepin donó: «Lettera», palabra latina para «carta», vía La Noche en vela (RNE)

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CARTOMAGO (1ª Parte)
 
I.
¿Diga? Sí, enseguida voy.
Tras colgar el teléfono, Stéphane pierde unos segundos antes de levantarse. Su despacho linda con la gran sala mediante una pared de cristal en la que resulta difícil identificar la puerta. Suerte que André pensó en su día en enganchar un círculo rojo. Ante la llamada del presidente, Stéphane se ve a sí mismo como en un acuario. Es más, mira al exterior, no ya como el jefe, el coordinador de ese equipo ocupado, sino como el gorila que suplica al público del zoo ser liberado: “¡devolvedme a la selva!”. Antes de abrir la puerta corredera, rodea la mesa, hace como que pone en orden la pila de papeles, se arregla la solapa de la americana de pana y, por fin, sale.
Todo ha ido muy rápido y las instrucciones son claras: prescindir de ocho puestos de trabajo. Es decir, echar a ocho personas. Le han recomendado hablar con el departamento de recursos humanos. Anne-Marine ya está al corriente y lo espera para hacer una reunión y fijar así una estrategia con el fin de garantizar a los respetables trabajadores un proceso lo menos doloroso posible.
Cuando Stéphane cruza la gran sala de nuevo para dirigirse hacia el ascensor, camina lentamente y en línea recta. No ve a ninguna de las veinte personas que sabe que están ahí. Calcula mentalmente: dos de marketing, dos de comunicación, dos de edición, dos agentes técnicos. Total: ocho.
“Buenos días, Anne-Marine.”
“Hola, Stéphane, te estaba esperando. Toma.”
Anne-Marine tiene treinta años recién cumplidos. Es una mujer menuda y pizpireta. Conocida por su alto grado de empatía y el buen gusto en su vestir. Tiene una voz suave y una capacidad de escucha admirable. En su mesa hay la clásica pila de carpetas, un ordenador portátil y ocho sobres que desliza rápidamente hacia Stéphane. Este aún no se ha sentado para evocar las dificultades que esta operación representa. Los ojos verdes se han fijado en los del cargo directivo y aguardan a que éstos se concentren en las misivas.
Stéphane habla como si no hubiera entendido el significado de aquel “toma”. Le explica que el presidente le ha pedido que se dirigiera a ella para buscar consejo sobre la decisión. ¿Cómo apuntar quién es prescindible?
Anne-Marine le interrumpe amablemente. “No te preocupes, aquí tienes todo lo que necesitas. Sólo debes entregar estas cartas a cada persona. Después haremos una entrevista con cada una. Lo único que tienes que defender es que no es culpa tuya, ya sabes, que las órdenes vienen de arriba. En segundo lugar, durante la entrevista deberás ser capaz de dar a entender al trabajador que su profesionalidad no es suficiente a la vista de las relaciones con sus colegas. El trabajador estará desestabilizado, te lo aseguro, porque no entenderá muy bien de qué se le acusa. Si es un empleado modélico, desacredita sus méritos. Apela a rumores, a cosas que has oído decir y que han llevado a la empresa a tener que reconsiderar la continuidad de nuestra colaboración. ¡Ah! No olvides hablar en condicional. Aunque la decisión ya esté tomada, en teoría, se supone que debes recoger y estudiar los argumentos que el asalariado aportará para defenderse. No lo olvides: a ti no te queda más remedio, no haces más que ejecutar órdenes de arriba.”
Así pues Stéphane pasará el día ejecutando órdenes. Como Anne-Marine le ha aconsejado, permanece concentrado y sólo aparenta escuchar, incluso toma notas. Dos días más tarde, ya podrán enviar las cartas de despido por correo certificado entregados a domicilio. Ocho sobres que ya estarán listos en el despacho de recursos humanos. Son ocho porque, si fueran más de nueve en un mes, entonces habría que declarar “despido por motivos económicos” y, claro, eso es mucho papeleo para la empresa.
Tras la última entrevista, recoge su abrigo y rebusca en sus bolsillos. Sigue frente a su mesa, en pie, contemplando la pila de documentos, cuando su mano encuentra, por fin, su baraja. Con el chaquetón sobre sus rodillas se sienta de nuevo en su silla Fórmula 1. Mientras aguarda a que todo el mundo haya abandonado la sala, mezcla las cartas. Le llama la atención una lámpara que alguien ha olvidado apagar. Una luciérnaga lejana que no alterará el baile de los naipes barajándose. Ésta se apaga de forma inexplicable. En ese momento una de esas cartas cae al suelo. Boca arriba. Sólo se ve un texto negro sobre el fondo blanco y satinado:
“Y UNA SUAVE BRISA CRUZÓ EL JARDÍN, PERTURBANDO LAS HOJAS DE LOS ÁRBOLES FRUTALES DEL HUERTO.”
Se levanta y, guardando de nuevo la baraja en su bolsillo, se dirige a la estación para abandonar la capital y disfrutar de un fin de semana largo en su casa: en un par de horas, estará en Metz.
Al llegar a Metz, pone los pies en el andén y sopla fuerte; hace mucho frío pero , ante todo, siente alivio y un enorme descanso por no haberse cruzado con Jérôme, el único que fue a la entrevista sin haber abierto la carta. Casi siempre coinciden el viernes y el lunes en el mismo vagón.
(c) IPM
II.
Cuando uno ha recorrido tres veces los alrededores de la catedral de Metz, se da cuenta de que no será una cuarta ronda la que le hará descubrir un café abierto. Hoy es vigilia de festivo, un lunes desorganizado. Mucha gente ha aprovechado para prolongar su fin de semana y, con ello, los comerciantes han robado a Alba la posibilidad de instalarse en un café agradable y acogedor.
A disposición del transeúnte queda el Bureau, una brasseriede estilo alemán e irlandés, muy verde, o –por otro lado- el llamado Luxembourg. Acaba de pagar la cuenta en este último, así que sus vueltas en esta fría tarde de gorro y bufanda van a concluir con una rápida tangente. Una falsa determinación la lleva a descender dirección plaza Saint Louis, la de los arcos. Ahí descartará los bares habituales y, qué remedio, se instalará en el Bureau y actuará como si la nocturnidad permanente, el verde, el dorado y la música de MTV no la afectaran en absoluto.
Pide un té de jazmín. La bebida perfecta para que esté justificado el quedarse un buen rato en el local. Necesita por lo menos una hora y media para leer un par de relatos del libro que acaba de comprar. Todas las mesas al lado del ventanal son altas y están ocupadas. Como alternativa, ha elegido una mesa pegada a una barandilla de madera y con unas banquetas empotradas en la pared, asientos blandos fabricados con algo parecido al cuero, un plástico verde oscuro.
En el momento en el que fallece la protagonista del primer relato, Alba se desconcentra para fijarse en una nueva escena. En la mesa alta a su izquierda hay un chico en un taburete barajando unas cartas, como preparando un truco de magia que nunca llega.
Al calor de la música de MTV, ve a un hombre que lo interpela. Es apuesto, consciente del efecto de su presencia y de la admiración silenciosa de la mujer rubia y despampanante que lo acompaña, a la que – por cierto- no suelta de la mano aun viendo que la geografía del lugar la obliga a quedarse rezagada y expectante ante lo que va a ocurrir. El aspecto físico de este personaje contrasta con el del pálido y pelirrojo cartomago, que no suelta los naipes mientras intenta girarse para responder a la llamada del caballero, que no quitará la mano de su hombro hasta no verle bien la cara a su interlocutor. “¿Me estás buscando?”, le dice inquisitivo. Éste contesta con un “perdón” algo borroso e interrogativo, interrumpido por un “¡que si me estás buscando!”. “No, ¿por qué?, no…”. Tajante y visiblemente irritado, el hombre apuesto le dice que bien, pero que, si le busca, que está ahí arriba, en las mesas tras las escaleras. Fuerte, fuerte para que todo el mundo lo oiga, sin que nadie entienda realmente todo aquello, muestra una indignación sin origen aparente y avanza hacia su mesa con su compañera, siempre rezagada.
Antes de posar su mirada en el libro, Alba tiene tiempo para percibir por el rabillo del ojo la mirada perdida de su vecino, sus minúsculos ojos se han clavado sobre una baraja ahora inerte. Todo su gesto está congelado y lleno de una pesada incomprensión.
Alba comprueba que es posible mantenerse ajena y ve que un fallecimiento relatado provoca un escalofrío, mientras que la perdición de un minuto de vida de un conciudadano de carne y hueso no cambia nada a la propia existencia. Busca el párrafo en el que se había detenido antes de la interrupción absurda del hombre apuesto, mientras su oído izquierdo queda atento y ansioso por escuchar de nuevo el aleteo de la baraja. “Sólo quiero saber si está bien”, piensa Alba.
Se queda observando la baraja del joven. Por primera vez, las cartas están sobre la mesa. Su dueño, el que fue el gran barajador, desliza ahora el mazo suavemente, dibujando un abanico y manteniendo el conjunto bocabajo. Alba percibe al fin un brillo en los ojos de su vecino mientras éste se prepara para lo que se anuncia como un ritual inaudito. Sus finas manos acarician casi sin tocar las cartas ligeramente superpuestas. El barajador se halla a poco más de un metro de Alba pero parece estar más lejos que nunca, sobre todo ahora que ella ha decido aproximarse a él, aunque sólo sea mediante el mero hecho de percibirlo.
Él tiene ahora una mano apoyada en la mesa, la otra sigue paseándose sobre las cartas mientras sus ojos se han cerrado. Una inédita sonrisa se dibuja en su rostro casi imberbe, mientras la mano izquierda se detiene sobre lo que hasta ahora era asimilado a un naipe. Con un gesto simple y ceremonioso a la vez, lo exhibe a su vecina y –sin abrir los ojos todavía- apoya su codo en la mesa, manteniendo el contenido de su tesoro en alto, a disposición de Alba quien, absorta, contempla el papel sin mirar. Es un cartón blanco y sólo hay unas palabras en una tipografía moderna, negra y sencilla. Pasan unos segundos hasta que reacciona y lee:
“LAS COSAS CONTINUARÁN SIENDO ASÍ DURANTE MUCHO TIEMPO.”
Tras el punto ve entonces los ojos abiertos del rostro que había permanecido discreto tras la carta. La sonrisa persiste mientras la mirada interpela a Alba sin más, sin solicitar respuesta.
En unos segundos, la baraja está recogida. Stéphane se pone el abrigo ignorando de nuevo a su vecina. Paga y se va.
III.
Ya hace rato que ha anochecido. El sol se retira temprano en la región de la Lorena. Stéphane pasea por las calles adoquinadas de su ciudad natal. Su mano derecha está en el bolsillo como para cerciorarse de que su baraja sigue ahí. La izquierda está posada en su propio hombro. Ese en el que Jérôme se ha apoyado para interpelarlo bruscamente en el café.
Permanece en pie frente a la catedral. A menudo contempla la portada de la Virgen en la que hay una escultura femenina con los ojos vendados. Según leyó, representa la Sinagoga, a los judíos que no quisieron ver la supuesta verdad mesiánica del cristianismo. A Stéphane siempre le ha fascinado la media sonrisa de ese personaje aferrado a lo que parece unas tablas y un pergamino.
“¿Qué habrá pensado la chica del libro esta tarde? Por cierto que su expresión era tan parecida la de la estatua… ¿Por qué Jérôme no abrió el sobre que Anne-Marine le había preparado el viernes? ¿Por qué no dejo de tocarme el hombro? Porque él sí que habrá olvidado…”
“Tú estabas en el Bureau, ¿no? Me llamo Alba”. Al girarse, Stéphane ve a la chica del libro y del té de jazmín. “Tal vez te molesto, perdona. Yo también paso por aquí para volver a casa. Es raro cruzarse con alguien a estas horas.”
No es tarde. Tal vez las ocho. Pero así es la capital de la Lorena. Casi todo ocurre de día los domingos y festivos.
“Stéphane. Encantado” – Contesta escuetamente girándose distraído para mirar de nuevo el rostro de la llamada Sinagoga.
Unos segundos más tarde, empiezan a caminar juntos. En silencio, se dirigen hacia la isla de Saulcy. Plantada en medio del río, ésta acoge el llamado Templo nuevo. Un monumental templo protestante. Junto a la catedral gótica, es uno de los edificios mejor iluminados que atrae al caminante como si de una polilla se tratara.
“¿De dónde viene tu acento?”, pregunta Stéphane. “¿Eres española?”
“Sí. ¿Y tú? ¿De dónde vienen tus cartas?”. Alba se ha apoyado en la baranda del puente desde la que aún pueden verse varios cisnes blancos que nadan lentamente sobre el reflejo de las luces del templo nuevo.
“El café de la Ópera está cerrado. Ven. Vamos a la Comédie”. Tras la sugerencia de Stéphane, deshacen sus pasos para entrar en un bar de estudiantes a unos veinte metros. Ruidoso, con un billar y un futbolín, es el único local que no cierra a esas horas.
Alba aún no ha tenido tiempo de quitarse su bufanda cuando Stéphane pregunta por Jérôme: “¿seguía en el café cuando te has ido?”. Entendiendo perfectamente a quién se refiere el impaciente pelirrojo, ella le responde que estaban pagando cuando ella salía.
“¿Qué quieres tomar? Hay que pedir en la barra”. Alba, intentando seguir el ritmo alterado de la conversación, elige una caña.
Ya están por fin cara a cara. La Sinagoga y el cartomago brindan, cada cual por lo suyo. 
(c) IPM
(c) IPM
IV.
Tras el primer sorbo, Alba esperaba ser interrogada –como viene siendo costumbre desde que es extranjera- por la razón que la había traído a Metz. Sin embargo, el silencio se ha instalado de forma natural y ha dado protagonismo a la música de Edward Sharpe y a una pareja de pie al lado de la barra. Stéphane se ha quedado mirándolos ensimismado y sin disimulo. Dos chicos de unos veinticinco y treinta años llevan unos minutos hablando, con sus labios a menos de diez centímetros el uno del otro. Detienen sus miradas y se sonríen mientras toman y saborean cada sorbo de sus cervezas, dejando, además, que sus rodillas se rocen discretamente.
“Jérôme es tu ex?”, interrumpe Alba.
“¿Mi ex?” Stéphane sonríe.
“No”. Brevemente, éste le cuenta que nunca ocurrió nada, nunca han estado juntos. Sólo muy cerca. Muy, muy cerca. Al final de una reunión, se quedaron solos en el despacho de Stéphane. Sin pensar, antes de irse, Jérôme apoyó sus dos brazos en la mesa de su jefe, dejando al confundido pelirrojo encerrado. Fueron unos minutos, tal vez segundos, en los que ambos se miraron y dejaron que sus respiraciones fueran al unísono. Sólo sus narices se rozaron. Sólo sus mejillas acariciaron el cuello del otro. Sólo eso. Sólo. El instante se cerró con una carta que Jérôme recogió del suelo. Uno de esos supuestos naipes que debió de haber caído del bolsillo de Stéphane:
“SIEMPRE ESTARÁS AHÍ”
El cartomago no reaccionó. Simplemente esperaba que sus pómulos sonrojados y el brillo de sus ojos fijados en los del apuesto Jérôme hablaran por sí solos.
“¿Y Entonces?” Interrumpe Alba.
“Entonces… No sé de dónde vienen las cartas.”
(Fin de la parte)

 
 |Texto e imagen: Irene Pomar|
 

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