Papiroflexia

Una palabra donada por María Caballero

papiroflexia.
(De papiro, papel, y el lat. flexus, part. pas. de flectĕre).
1. f. Arte y habilidad de dar a un trozo de papel, doblándolo convenientemente, la forma de determinados seres u objetos.
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Encuentra la primera parte del relato en la palabra Ilusión, donada por Vicent Casabó Escrig



Alan ha regresado a Terrassa tras diez años en Berlín. Tras una década de doctorados, postdoctorados y un ring de boxeo literario, ha regresado a su ciudad natal para constatar que gran parte de sus conocidos -ésos que jamás pensaron vivir fuera- estaban volando hacia la ciudad que, como dice él, le pidió en matrimonio.

Apenas dos días después de haber aterrizado en su antiguo hogar, ha querido ir al supermercado del barrio, ése junto al puente que lleva al hospital y que tantas veces ha cambiado de nombre. Le han dicho que allí encontraría a Eva. 

La última noticia directa que tenía de ella es que iba a estudiar Económicas. La última noticia indirecta que tenía de ella es que había logrado formar parte de la Dirección de una de las empresas financieras más importantes de Nueva York y que, una vez en la cumbre, lo dejó todo para trabajar frente a una cinta transportadora en ese supermercado de barrio. 

Como una peonza buscando su punto fijo, Alan merodea media mañana frente a la entrada del local. Observa a Eva y es como la recuerda: sonriente y meditabunda al mismo tiempo. Al verla salir, distraída con su cigarrillo, la sigue hasta el parque que pasa debajo del puente y permanece a unos metros, detrás del banco en el que ésta se ha sentado. 

De pie, palpa con su mano derecha en el bolsillo de su chaqueta el anillo de plata que encontró en el suelo de su querida Berlín, el que le dio a pensar que esa ciudad le querría para siempre. Al ver que Eva está apagando el cigarrillo Alan se acerca rápidamente y, ralentizando su ímpetu para no asustarla, su mano derecha abandona el anillo para tocar el hombro de su mejor amiga del colegio.

Han quedado a las nueve de la noche y Alan pasa la tarde como la mañana, merodeando por la zona para no alejarse mucho del supermercado. Cerca hay un callejón que lleva a un patio interior que recuerda, en pequeño, a aquél de la Alexanderstrasse de Berlín donde fue espectador de un torneo de boxeo poético. De hecho, se había adentrado en él para pedir una dirección a uno de los camareros que servía copas gratis en una fiesta privada. Una mujer completamente tatuada, rubia, pálida, con el cabello mitad rapado mitad recogido, parecía ser la dueña. Tras sus enormes gafas de ver, unos ojos claros que acompañaban la sinceridad de sus palabras. Ésta le indicó la dirección pero no le dejó irse sin antes disfrutar de esa fiesta en la que, por alguna misteriosa razón, todo el mundo iba vestido como en los años treinta y hacía gala de los tatuajes más elaborados que uno pueda imaginar. 

En medio de ese patio interior, un ring de boxeo en el que un hombre y una mujer intercambiaban proclamas poéticas en alemán. A la derecha había una puerta que llevaba al local en el que Alan esperaba dar con la respuesta a su pregunta: «¿a qué viene esta fiesta?»

Una vez dentro, en la entrada, había un bar que precedía unas escaleras cuyo muro estaba repleto de imágenes de personas tatuadas. En el piso de arriba, música en directo y una de esas enormes figuras de cartón en las que uno puede introducir la cabeza y hacerse una fotografía. Al lado había un enorme bloc de dibujo sobre un caballete, con grafitos y pasteles a disposición que nadie parecía querer utilizar. Alan y Martin se encontraron por primera vez frente a ese papel. Brindaron e iniciaron un dibujo a dos manos. El fotógrafo de la fiesta decidió fijarse en ellos mientras dibujaban sin razón, ni bien ni mal, y dejaban a la tienda de tatuajes un inesperado regalo para ese décimo aniversario que -por fin lo supo- estaban celebrando. Casi diez años más tarde, Martin y Alan se despidieron delante del aparador del estudio de tatoos en el que aún estaba expuesta esa hoja grande de dibujo.

Alan mira hoy a ese patio interior vacío de Terrassa, sonríe y se va para sentarse en el respaldo del banco frente a la entrada del supermercado. Todavía falta una hora para el cierre, pero ver el espectáculo de Eva ordenando, bailando al ritmo de una música que sólo oye ella, no tiene precio. Se le escapa una carcajada que es atenuada por el recuerdo de una de las últimas imágenes que guarda de ella en el patio del colegio; sentada como él lo está ahora, haciendo crucigramas, o quién sabe qué, mientras él jugaba a fútbol. 

Mientras Eva dobla el kilométrico ticket de caja, Alan ve cómo de pequeños pasaban horas en el parque vaciando la bolsa gigante del supermercado llena de aviones de papel; aviones que habían preparado cuidadosamente con el padre de ella. Y es que, los sábados por la mañana, Alan siempre llegaba puntual a casa de su amiga para preparar las hojas de papel y salir después con Eva y su padre a invitar al resto de niños del parque a llenarlo de aviones blancos. Nunca pensaron en pintarlos. ¡Pero volaban!

Y, así, volvía a ella, con una fotografía en su móvil de una hoja de papel pintada con su amigo alemán. Con la impaciencia de contarle cómo fue o, tal vez, cómo habría sido si ella también hubiera estado ahí. 

Su discurso hipotético se interrumpió por el ruido de la persiana metálica y una imagen nueva para la memoria: Eva cerrando lentamente, girándose y andando hacia él sin prisas y mirándolo con una familiaridad tranquila e inquietante al mismo tiempo.

Alan se levanta sin dejar de tocar el anillo, le da dos besos y ambos empiezan a caminar respirando… Silencio.
(c) Hermes Andreu & Irene Pomar, 2004

|Texto: Irene Pomar|   
        

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