Ilusión

Una palabra donada por Vicent Casabó Escrig
(c) Arturo Pomar, Mitología, 2001
Eva se ha escapado entre dos turnos a fumar un cigarrillo a la calle. Esta vez no se ha quedado en la entrada del supermercado sino que ha avanzado, como por inercia, hacia el parque. 
A él accede bajando unas escaleras de madera y metal. Olvidando que aún lleva el uniforme azul claro y la placa roja con su nombre en letras blancas, se va bañando en el verde de los árboles; «el pulmón de la ciudad», así llaman a ese trozo de bosque sin historia, que sigue el curso de lo que un día debió de ser un río. 
Ya hace un rato que su cigarrillo se ha apagado y guarda la colilla en su mano como si fuera una reliquia de tiempo, un objeto que legitima esos minutos de nada entre dos medias jornadas llenas de envases y clientes. La colilla trae consigo el silencio y la aleja del pitido del escáner de la caja. Los troncos de árbol sustituyen a los códigos de barras y la trasladan, por fin, a un mundo en el que está sola, esta vez, por voluntad propia. 
La colilla le da derecho a sentarse en el banco a pie de escalera y a observar a los paseantes. Una pareja camina con las bolsas que ella misma puso a su disposición. Un señor de barba canosa anda buscando un nuevo escondite donde continuar la lectura de ayer, sabiendo que elegirá el mismo de siempre. Una chica equipadísima corre controlando su pulso y respirando como se conoce que hay que hacerlo. Tras ella, una brisa de aire distrae los cabellos ondulados de Eva; ésos de un color castaño oscuro que aún no sabe si teñir. Piensa en la tarde frente a la cinta transportadora, a la que le gusta llamar «alfombra voladora», cuando una hoja otoñal se posa sobre su zueco ergonómico. Mira accidentalmente su mano y la colilla pierde el valor de excusa para convertirse en recordatorio: ¡hay que ponerse en pie!
Un brazo la retiene inesperada y suavemente por el hombro a la vez que una voz la llama por su nombre. Se gira con un sobresalto más aparente que real y la sorpresa sólo llega al ver que se trata de Alan. Con la colilla como única cómplice en esos instantes de extrañeza y timidez, se queda pasmada mirando a su antiguo compañero del colegio quien, entre tanto, ya ha echado dos vistazos furtivos a su placa del supermercado. Eva no ha cambiado mucho desde la selectividad, último año en el que se vieron. Sigue siendo la chica bajita y pizpireta sin ganas de ser delgada ni gorda, que no es envidiada ni objeto de burla, cordialmente apreciada y discretamente invisible. El recuerdo de Alan es claro en lo que a la época de primaria se refiere pero la adolescencia en su presencia ha quedado archivada.
Los años en los que su bata era rosa y blanca y la de su compañero, azul, fueron los tiempos en que el fútbol en el patio era el evento más esperado del día para Eva. De aquella época conserva la imagen de su vecino y amigo con un peinado con la raya al lado, relamido por la colonia de limón -la misma que elegían todas las madres- con un único mechón que se rebelaría balonazo tras balonazo.
Eva y su amiga Sandra estaban orgullosas de ser las únicas niñas de su clase perfectamente integradas al grupo masculino. Los niños las trataban como a uno más e incluso se dignaban a pasarles la pelota. Entre los 6 y los 7 años trabajaron duro para alcanzar esa consideración y ni siquiera necesitaron involucrarse en peleas gallitas para probar su «igualdad». Esos recreos se compaginaron perfectamente con la comba y las gomas de saltar, lo que además integraba a Eva y Sandra en el grupo de las niñas. Simple. 
Sandra cambió de centro al cumplir los 12 años, época en que colonizaron el recreo las revistas sobre famosos seductores de un carisma inimitable. En cuanto la comba y las gomas se extinguieron el fútbol siguió pero, esta vez, con un público femenino simulando estar concentrado en la lectura de la prensa y ser indiferente a los jugadores que, por otro lado, habían descubierto el peine y la gomina. Un tsunami potencial de hormonas que, aún a los 13, relegaría a Eva -la siempre cordialmente apreciada y discretamente invisible- a una tierra de nadie. 
Deambulando por su pasado como en un pase cinematográfico, Eva sigue observando asombrada a ese Alan adulto quien, 20 años más tarde, la está haciendo viajar al día en que por primera vez se había sentado sola en un banco del jardín del colegio.
       ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás?, dijo por fin Alan.
       Bien, ¿y tú?, respondió Eva mientras se daban dos besos.
       ¿Qué haces?
Fingiendo no haber notado lo absurdo de la pregunta, Eva contesta con un sonriente “ya ves” y le devuelve la cuestión.
       Acabo de volver, explicó.
       ¿De dónde?
Mientras empieza una respuesta y se anuncia una retahíla de detalles, Eva tiene tiempo para observar al narrador y darse cuenta de que, aunque sus cabellos sean más largos y ondulados y a pesar de las pocas mechas grises que ya asoman, Alan sigue teniendo el mismo mechón rebelde…
Detiene su contemplación al oír la palabra “ilusión” salir de la boca de Alan. Se ha perdido el resto del relato. Eva no sabe si preguntar. Se teme oír una respuesta llena de palabras como “energía”, “karma” o “aura”. Palabras que en sí no le molestan pero que asocia a la clienta pelirroja que, cada martes, la alecciona sobre la importancia de cuidar el aura, sobre cómo fumar le roba parte de la energía que debería consagrar a ser feliz o de cómo el quínoa es un alimento clave para… En definitiva, no desea verse implicada en una de esas conversaciones en las que no importa quién tiene la razón, sino quién parece haber hecho más cosas para vivir o vivir mejor. Nunca ha hecho una lista de esas cosas, logros o intentos, por lo que los soliloquios mesiánicos de su clienta no parecen hacer más que poner de manifiesto que Eva no ha decidido nada, nunca. Aun sospechando que podría acusar de lo mismo a su interlocutora, nunca ha encontrado las armas dialécticas para cortar tajantemente el discurso. Se temía lo peor y debía evitar rápidamente que Alan se lanzara a relatarle las maravillas de esas dichosas “ilusiones”. Eva se dispone a despedirse con un ademán de prisa, aprovechando esos segundos de silencio.
Como si hubiera oído las súplicas del inconsciente, Alan ha permanecido a la espera y, adivinando que debía retomar el trabajo, le da dos besos: “Te paso a buscar a las nueve y me cuentas”.
Eva siguió en silencio. “Bien –repitió Alan sonriendo- te veo a las nueve, sé que cerráis a esta hora.”
Eva y su colilla empiezan a subir las escaleras y, sólo desde el tercer peldaño, se gira y lanza un “¡De acuerdo! A las nueve”. Las palabras han salido tarde pero solas. En treinta segundos ya está de nuevo frente a su caja, lista para acabar esa jornada de martes lo antes posible. A las cinco de la tarde aparece la pelirroja. Tal vez por ignorancia, irreverencia o por falta de tiempo, se activan en la cajera unas ganas irrefrenables de desmenuzar ese discurso críptico y trivial a la vez.
Siente que las palabras de la clienta pedían a gritos una vida pura. Un deseo de sencillez que, de tanto repetirlo y argumentarlo, se vuelve barroco e inaccesible. Y luego estaba la lista de logros… “¡Brrr! Demasiado para mí”.
       ¿Perdona?, le replicó la clienta deteniendo su conferencia.
       ¿Mmm?
       ¿Qué es demasiado para ti?
     ¿Demasiado? ¿Cómo? –Eva no puede creer que haya dicho aquello en voz alta. Confiaba en que el pitido del escáner no dejaría escapar sus pensamientos. «Son cuarenta y dos euros con cincuenta, por favor». Concluye, ruborizada, la conversación.
Desde que ha conectado la caja no ha podido dejar de pensar en Alan. ¿Por qué iba a venir a buscarla? En cuanto dejó su empleo en Moldgan Chass, Eva dejó de plantearse preguntas que le hicieran perder el tiempo. Había pasado del azar de unas finanzas caprichosamente gestionadas al orden riguroso de los productos que circulaban por su cinta. Una sola línea, un solo sentido. Algún día, su alfombra voladora. En cuanto abre el cajón para devolver el cambio a la clienta expectante, de él empiezan a derramarse todos sus recuerdos. Aquel periodo de la adolescencia, ése que había quedado cuidadosamente archivado, le explota ahora en la cara como las palomitas caseras en una sartén.
Al sentarse instintivamente en su taburete mullido, se ve de nuevo en ese banco en el que, a los trece años, se encontró sola por primera vez.
Mientras miraba sonriente el espectáculo de la pista fantaseaba con un gol que Alan celebraría corriendo hacia ella para abrazarla, dejando así boquiabiertas a las espectadoras. Como eso nunca ocurrió, ni en invierno ni en primavera, se conformaba con las idas y venidas en el autobús donde él le confiaba todo lo que no podía evocar con sus amigos. Muchas tardes pasaba horas al teléfono haciendo los deberes de matemáticas con Ana, la misma que la última vez que estuvo en su casa se estiró encima de ella para escupirle lentamente en la cara. Nunca supo interpretar aquello y ni siquiera ahora entiende por qué ese recuerdo ha salido del cajón. Poco a poco, sus lecturas y ensueños le llevaron a encontrar emociones en los conceptos y a conceptualizar las emociones, de forma que los pálpitos y las intuiciones quedaron revestidas de un actitud platónica hacia el prójimo. Ella misma se consideraba inaccesible y la creencia de que alguien llegara a conocerla era una exigencia sagrada, algo ansiado que, por supuesto, se iría volviendo año tras año una quimera. Si algo ha aprendido desde esos 13 años es que las resoluciones tomadas en ciertos momentos de la vida se cumplen y, si uno se lo propone, resulta factible ser un transeúnte cubierto de filtros protectores. Ello ha resultado ser válido tanto para su carácter como para su carrera. Efectivamente, sus esfuerzos y constancia habían permitido a Eva acceder a la Dirección ejecutiva de una de las empresas más valoradas de su adorada Nueva York. Sus años en Moldgan Chass despegaron con sueños de viajes y retos a los que se accedía mediante pruebas tan absurdas como la imagen de una amiga escupiéndote en la cara. Pero el carácter estaba forjado y preparado para no cuestionar ese método de Management logrando, así, mantener la fe en su propia capacidad de adaptación al medio.
¿De qué iban a hablar Alan y ella? ¿Cómo compartir una lógica tan particular como la suya? No sería fácil dar sentido a su trayecto; a ese paso desde lo que para muchos significa estar en la cumbre hasta el sonado portazo que Eva dio para retomar el camino hacia la quimera. ¿Cómo relatarlo sin que la paradoja sea evidente, sin que se descubra que su alfombra voladora es todavía una cinta transportadora cíclica?

Ha esperado el final de la canción Resumiendo* para apagar los altavoces y las luces. Tras recoger medio bailando, a las 9:00 baja la ruidosa persiana. Forcejea como cada día para encajar la cerradura y girar la llave.

Al darse la vuelta, ve a Alan esperando sentado sobre el respaldo de un banco. Se saludan sonriendo y, dándose dos besos, empiezan a caminar respirando lentamente. Silencio.
* Canción de Joaquín Sabina:
 

La historia sigue en la palabra Papiroflexia, donada por María Caballero

 
|Texto: Irene Pomar|
ilusión.
(Del lat. illusĭo, -ōnis).
1. f. Concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos.
2. f. Esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo.
3. f. Viva complacencia en una persona, una cosa, una tarea, etc.
4. f. Ret. Ironía viva y picante.
Real Academia Española © Todos los derechos reservados
 

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.