Azulejo

Una palabra donada por Anna Via


Septiembre de 2010
 
I.
Hace un par de días que Mario se ha instalado en el edificio más castizo del centro. Esta mañana, antes de ir a su tienda, se ha apoyado en la pared de la planta baja con el oído atento a los ruidos que salen del local colindante. Ha cerrado la puerta del patio, para oír mejor desde ese corto pasillo que conduce hasta la entrada del inmueble. Entre tanto ruido de herramienta, chapa galvanizada, latón y plomo, es difícil distinguir las palabras que emanan de dos voces que se interrumpen: una masculina y otra femenina.

Como ingeniero acústico, Mario debe de ser una de las pocas personas en la ciudad capaz de sentir fascinación por el eco, el curioso recorrido de las ondas sonoras que rebotan de un muro a otro de una sala que aún no ha visitado. A la orden varonil de «abre», se oye la puerta metálica que comienza a arrastrarse con dificultad. Como activado por un resorte, Mario camina rápidamente hacia la salida, abre rápidamente y se encuentra en la calle. El bullicio es tal a esas horas de la mañana que casi no se distingue su origen. Excepcionalmente, aún no se ha puesto sus cascos. Parece que la música de Lilly Wood and The Prick lo distraería de la primera gran tarea de esta jornada primaveral: ver a la persona que está abriendo la fontanería, la propietaria de la voz femenina que se deslizaba entre el estruendo de la ferralla. 

Fontanería Mayólica está iniciando su jornada y Paula no ha reparado en el vecino plantado mirándola mientras empuja la reja blanca. Su cabello negro está recogido cuidadosamente. Su maquillaje es refinado y convierte su aire introspectivo en una sonrisa permanente. Lleva un mono azul. Por uno de los bolsillos traseros asoma un paquete de Pueblo light. Del otro, un bloc de notas y un bolígrafo. El móvil lo lleva en el bolsillo delantero, conectado a sus oídos. A saber qué estará escuchando a estas horas, se dice Mario. El ruido de trastos que emana del fondo invisible del local invita a Mario a activar sus cascos y emprender su camino hacia la tienda, decepcionado. No ha ocurrido nada. Ahora, a vender aislantes acústicos y equipos de sonido de nombres impronunciables para una pobre narradora.

Mientras deja sus cosas, le describe a su socio la extraña distribución de la Fontanería Mayólica: todo está en el centro, mesa de trabajo, herramientas y mostrador. Excepto un pequeño despacho. Nada está colgado como sería de esperar en un local comercial que también sirve de taller. Las paredes están cubiertas de cerámica verde, todo reverbera No hables con ella, interrumpe Santi. ¿Pero cómo…? Mario no dice nada, calla. Está perplejo; su amigo siempre va dos pasos por delante. Él quería limitarse a hablar del local al otro lado de la calle, pero ni siquiera va a hacer el esfuerzo de disimular que la voz de Paula, la que sólo pudo oír escondido en el pasillo, aún resuena en su cabeza.

(c) Arturo Pomar, En algún lugar, 1985

II.
La hija de Juanjo nació el mismo año en que su mujer y él abrieron Fontanería Mayólica. Paula había crecido con sus padres en este local del centro histórico. Lo único que habían podido colocar contra la pared era el pequeño despacho que le regalaron a la niña para que hiciera sus deberes. Al parecer ella y su madre eran las únicas que podían tocar el muro de cerámica. Cuando su padre o vecinos de confianza lo habían intentado, sencillamente, sus manos pasaban a través del muro. Más de una vez un movimiento accidental había provocado que un libro o un lapiz aparecieran en el pasillo, el mismo desde donde Mario les había espiado hace unas horas. Caían, simplemente. Son cosas que pasan. Afortunadamente, la madre de Paula era además la portera del inmueble, así que, hasta que falleció, se mantenía vigilante e iba con frecuencia a recuperar los objetos exiliados. En ausencia de Paula, un cliente distraído tropezó con su mesa y ésta atravesó ligeramente las baldosas. Por supuesto, ya no volvió más, como aquéllos del barrio que habían sido informados sobre el fenómeno. La fontanería empezó a levantar cabeza gracias a los pedidos online y telefónicos procedentes de otros barrios.

Desde que acabó la secundaria, Paula decidió hacer los estudios de Matemáticas a distancia para poder quedarse en la tienda. En ausencia de su madre, el local no aguantaba sin ella, literalmente. No es que las paredes se derrumbaran, pero cada vez que había que desplazar algo, Paula tocaba la pared para garantizar que el tubo de plomo o la placa galvanizada en cuestión no provocaran un accidente o un susto gratuito a los vecinos. Alguien podría hacerse daño.


Mario no puede dar crédito a lo que Santi le está contando. Plantea todas las cuestiones que sacuden la lógica de cualquier persona para solucionar esta situación: que si por qué no construyeron otra pared, que si saben a qué se debe… nada que no haya sido planteado antes por los propietarios del local. Todo, sin respuesta.

Al cerrar su tienda, Mario se da prisa para llegar al cierre de la Fontanería Mayólica. A estas horas en la calle casi todo es silencio. Paula está sola, su padre ha ido a cumplir con el último pedido y la espera en casa. La reja blanca está medio cerrada pero ello no impide a Mario oír el teclado del ordenador y deslizarse para acercarse al despacho donde Paula está entretenida acabando una última tarea para la universidad, siempre con sus cascos escuchando quién sabe qué.

Cuando Mario toca su hombro para avisarla de su presencia, ésta salta de su silla y empuja sin querer al vecino contra la pared. En cuanto la espalda de este empieza a hundirse entre los azulejos que se amoldan lentamente a su cuerpo, Paula lo sostiene de una mano y queda atrapado, inmóvil. En cuanto lo suelta, Mario sigue cayendo hacia el otro lado, así que ella vuelve a agarrarlo, esta vez por la camisa. La situación de indecisiones y cambios de parecer dura unos minutos. El absurdo reemplaza a lo mágico de esos instantes paranormales y desemboca en carcajadas por parte de ambos. Llegados a este punto, Paula pierde la fuerza por la risa al verlo medio recubierto de cuadros verdes que lo abrazan y deja de sostener a Mario quien, a su vez, la agarra del brazo y la trae hacia él; en fin, hacia lo que queda de él: los brazos, la cabeza y algo del busto. El resto está en el pasillo desde donde la escuchaba esta mañana. Sus rostros han quedado a medio centímetro el uno del otro y, en cuanto las risas empiezan a convertirse en sonrisas, el beso no se hace esperar
. Largo, muy largo.

Mario se ha acostado soñando en voz alta y se ha dormido en un profundo insomnio. Todo por obedecer a ese amigo que le dijo que no hablara con la hija del fontanero. Y no habló.




Encuentra más instantes de Mario en: Empatía, Futuro|Latente
 
|Texto: Irene Pomar|


 


azulejo1, ja.
1. adj. Am. azulado.
2. adj. Arg. y Ur. Dicho de un caballo: Entrepelado de blanco y negro que en ocasiones, particularmente cuando está mojado, presenta reflejos azules. U. t. c. s.
3. m. carraca (pájaro).
4. m. Pájaro americano de unos doce centímetros de longitud. En verano el macho es de color azul que tira a verdoso hacia la rabadilla y a negro en las alas y la cola, y en invierno, igual que la hembra en todo tiempo, es moreno oscuro con algunas fajas azules y visos verdosos.
5. m. aciano.
V.
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azulejo2.
(Del ár. hisp. azzuláyǧ[a]).
1. m. Ladrillo vidriado, de varios colores, usado para revestir paredes, suelos, etc., o para decorar.
V.

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