Andurriales

Una palabra donada por Alberto Gómez

R. Hausmann, Mechanical Head
(The Spirit of Our Time)
,
assemblage circa 1920, wikipedia


¡Queremos afinar nuestro sentido corporal más importante: ¡¡¡viva la emanación
 háptica!!! ¡Abajo el tactilismo supercialmente entendido, el haptismo es la diferencia de la concepción moderna de la vida! Construyamos estaciones de emisores hápticos y telehápticos!

Raoul Hausmann, Berlín, 1921 
(Correo Dadá, Ed. Acuarela & Machado, 2011, p. 135) 










– Oye, estará muy cerca pero el tiempo olvidó dejar transcurrir algunas de sus horas en estos parajes detenidos, arrestados en la celda de lo ajeno, en una cámara dibujada sobre una tangente…

Jorge tiene 20 años y empieza a descubrir la utilidad de la barba y a ahondar en la vanidad del tupé. Toda su indumentaria conjunta con la construcción de una actitud poética y con la voluntad de trascender lo cotidiano, de ascender al mundo de las ideas o descender al averno de las pasiones, impostando para ello su voz en una suerte de coreografía de tonos y palabras. Todo ello con una dosis de nostalgia fruto del regreso reciente al hogar familiar en el que ansía imponer su nueva personalidad; en realidad, una vieja tendencia del carácter exacerbada y reafirmada por dos años de aislamiento en un país lejano del que no ha hablado nunca a nadie y del que, por lo tanto, no diremos nada.

Venga, hijo, que se nos enfría el pollo y tu madre odia que tengamos que recalentar.
José Antonio, el padre, anda a buen ritmo por ese sendero que, se le ocurrió, le gustaría a su hijo. Pensó que retomar la costumbre del domingo de ir a buscar el pollo facilitaría su adaptación. No cayó, sin embargo, en la cuenta de que había que ir a comprarlo al nuevo asador que se encuentra al otro lado del bosque, desprovisto de su misterio indómito de antaño y convertido en sede natural de actividades lúdico-deportivas acabadas en «ing».
– Una fuga sin remedio -continúa gesticulando Jorge, caminando grandilocuente con la bolsa del asador-. Un pulso que tembló en línea recta y que evacuó el control de la senda, prejubilando al guarda del orden y pensionándolo en las horas sin camino. ¡Así!, en el seno de un reloj, perdido en su mecanismo, el vigía ha enredado sus condecoraciones en tuercas y tornillos. Su uniforme mal doblado ha detenido ruedas y engranajes.

El padre mira de reojo a su hijo sin dejar de vigilar el suelo y sus piedras. Tiene que encontrar algo que distraiga a Jorge de sus divagaciones… Por fin pasan por las ruinas de la ermita y le invita a fijarse en los restos de un viejo campanario cubierto de vegetación sin nombre. Fracaso. Antes de contar a tres, Jorge ya está encaramado a uno de los muretes, elevando la bolsa del pollo hacia la torre, apuntando a la campana ausente. Y sigue:

– Campanas doblaron por sus ojos despistados porque no han custodiado nada desde que la casaca abandonó la muralla. Tangente inédita y sin cura… Seguridad extraviada por haber oxidado las bisagras de ocasión compradas al mayor en el bazar de las ocasiones con códigos; códigos borrados al menor temblor.

Espero que después de comer te eches una siesta porque, cada vez que te vienes arriba, yo me siento imbécil -ríe afectuoso José Antonio -. Vamos, sigamos, que hace frío.

Padre e hijo llegan a casa. La madre espera leyendo en el salón. Ya habían dejado la mesa preparada antes de irse, así que no tienen más que sentarse y atacar el primer plato: sopa de letras. Los tres saborean el silencio, especialmente Carmen y José Antonio que disfrutan de la mudez de su hijo. Un «por fin» reina en su lado de la mesa y sólo se intuye por los intercambios discretos de miradas. Tras tantas palabras construidas a cucharadas, tras tanto temor a remover el caldo y perder la ocasión de vislumbrar un vocablo, Jorge aborda el pollo agotado.

La siesta sugerida por el padre va acorde con la nueva tendencia de Jorge, quien ha renunciado por completo a la televisión, invitada ineludible a la sobremesa familiar. Así pues, se retira a su cuarto desde el que no puede dejar de pregonar.

– Qué importante se vuelve, de repente, meter la camisa del pijama por dentro del pantalón. ¿Por qué uno siempre teme que el frío entre por un riñón? ¿Cuánto cuesta subir al hielo? 

A las seis, cuando la película de la Uno ya ha terminado, el padre va a despertar a Jorge. Es la hora de merendar. 

– Hijo, despierta, hay chocolate caliente. 

Al entrever la incorporación de las greñas desorientadas de su hijo, aprovecha la luz que entra por el umbral y apunta a su reloj de muñeca. 

– ¿Cuánto se tarda en derretir un reloj? Blando pero sin hormigas. Así lo soñé yo, papá, y por ello no pude hacer un manifiesto; porque mi absurdo amaneció como un bultito aspirante a muñón. 

Jorge lleva de nuevo sus vaqueros y tupé. Frente a la mesa camilla se hallan, otra vez, los tres miembros del clan, con melindros y churros recién hechos. Sobre el hule amarillo han caído algunas gotas de chocolate que el heredero empieza a unir con el mango de la cuchara a modo de pincel. ¿Estará jugando al Scrabble sin tablero?

– Jorge -dice la madre- tenemos que hablar. 

– Lo sé. Dime. Soy anécdota sin voz, tinta sin… ¡Mmm! este chocolate es la leche.

(c) Irene Pomar, Aranjuez, 2016

|Texto: Irene Pomar|

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andurrial
Etim. disc.; cf. andar1 y andorra.
1. m. Paraje extraviado o fuera de camino. U. m. en pl.
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