Cajón

Una palabra donada por Mónica de Juan Sánchez


Escultura de Sansón derribando las columnas. Ashdod, Israel. Autor-Einat Tzilker.
http://cienciapuente21.blogspot.com.es/2010/08/hallaron-el-templo-destruido-por-sanson_16.html































Miguel mueve las orejas cuando habla. Especialmente con la «a», la «e» y la «i». Cada mañana, mientras se afeita y arregla su poblado bigote, invierte unos minutos observando este fenómeno y locuta. O, mejor dicho, hace ejercicios propios del entrenamiento de un locutor. Así pues, pasa un buen rato pronunciando todas las vocales y comparando las consecuencias que cada una tiene sobre sus orejas. Al día siguiente, otra vez, como si el hecho de no anotar los resultados de su experimento justificara la ritualización del mismo. Y venga aaa, eee, iiii… cuchilla arriba, cuchilla abajo, agua y espuma fuera; y el peine se ocupa del bigote con un oooo, uuuu de banda sonora.


Así le recuerdo desde el día uno. Cuando terminamos de desempacar desapareció en nuestro nuevo apartamento. Créanme, es minúsculo. Un salón con cocina americana, una habitación, un baño y, entre ambos, un pequeño estudio en el que, estirando los brazos, se pueden tocar las dos paredes a la vez, como Sansón entre las dos columnas del templo. Fueron las molduras de los techos altos las que nos ocultaron que este no iba a ser el lugar donde uno puede pasear mientras reflexiona sin chocar con el otro. Fueron las molduras y la emoción de empezar una nueva vida juntos, claro. Como les decía, es minúsculo pero, a pesar de ello, Miguel logró esfumarse entre sus paredes o eso me pareció a mí durante unos segundos. Incluso creí que había bajado a buscar algún paquete olvidado en el portal, hasta que empecé a oír los aaaa, eeee… que les mencionaba al principio. Reverberaban y fue esta cualidad la que me ayudó a deducir que sólo podía provenir de un lugar: el baño. Mi curiosidad abrió la puerta. Se estaba afeitando mientras se deleitaba contemplando el baile de sus orejas.

Yo ya sabía que su nervio facial era prodigioso. Durante nuestra primera cena me quedé fascinada porque sus pabellones danzaban al ritmo de su masticación. Mientras me contaba los detalles de su último artículo en la Gaceta económica y su intervención en la emisora Extraeconómica, yo sólo contemplaba aquella coreografía inédita y me reía. Estaba encantada. Creo que fue entonces cuando él creyó que tenía un sentido del humor muy difícil de encontrar, valiosísimo, que era de las pocas personas que aprehendían la ironía de su discurso… Otra de las cosas que tal vez pudo llevarle a confusión a mi Miguel es que, al contestar yo a sus preguntas, contándole todo sobre mi seria pasión por la pintura mural, grafiti, interiores, etc. no podía dejar de reír. Así que lo más probable es que percibiera que no preveía llevar mi vocación hasta las últimas consecuencias; que, en realidad, seguiría centrada en mi otra pasión, en la actividad que había propiciado el mágico encuentro entre nosotros: la correduría bursátil.

No me malinterpreten. Por supuesto que quiero a Miguel y no fue el poder de sus orejas lo que me llevó a enamorarme de él. Lo que sí que me planteo es si no será ese fenómeno el que me hace dudar, precisamente, de si él está enamorado de mí realmente. Pero de mí, mí. Yo. La grafitera. No sé si se habrá dado cuenta de que mi actividad como muralista no va a cesar. Tampoco estoy segura de si eso sería un problema, pero intuyo que él se siente más seguro cuando piensa que en breve dejaré de salir con mi traje chaqueta a pintarrojear -dice- paredes. Por mi parte, el problema es el de siempre: cuando quiero mantener una conversación seria al respecto, ahí está él y su nervio facial accionando sus orejas, desarmando mi seriedad y convirtiendo mi discurso en el de una risueña artistilla que no puede construir una frase entera sin interrumpirse a sí misma con un jaja. Temo que, como él fue músico hasta que pudo despegar en su carrera de economista, crea que mi muralismo también tiene una función de subsistencia, pasajera, hasta que mi trabajo de corredora de bolsa me aporte los ingresos necesarios. El caso es que, a causa de sus orejas, no logro hablar como una adulta con Miguel.

No es su culpa. A veces aprovecho en la cama. Cuando apagamos las luces comento alguna cuestión que me preocupa; como no le veo la cara, tengo más oportunidades de plantearla como algo digno de reflexión. Por ejemplo, hace un par de días empecé a contarle que mi trabajo en la correduría era cada vez más peligroso. Habían detenido a una compañera por especular al lado de un edificio municipal. Se había sentado con su ordenador en un banco y, utilizando el wi-fi del ayuntamiento, trasladó la actividad bursátil al espacio público, compartiendo la información con paseantes que podían, si querían, comprar y vender acciones, comisión mediante, por supuesto. No lo entiendo, le decía yo a Miguel, no podemos trabajar en libertad. La democratización de las finanzas es un derecho y nos lo están robando. Cada vez tengo más claro que voy a dedicarme a los murales, la verdad. Por lo menos, el gobierno invierte millones de euros al año en concepto de limpieza de las paredes: «limpienlas de su monocromía, taggeen, retraten, escriban, ¡expresen!», nos ordenan. Nos solicitan que cubramos las paredes urbanas de un civismo pictórico, de diversidad ética y clandestinidad estética. Sin embargo, a mi compañera, la detienen por malversación de wi-fi público. En ese instante, cuando mi coherencia estaba llegando al paroxismo, Miguel encendió la luz. Es tan educado… Quería mirarme a los ojos para darme ánimos, empujarme a no cejar en mis sueños bursátiles. No obstante, mi mirada empezó a seguir el movimiento de sus orejas y, como siempre, cada uno de mis argumentos se perdió entre mis risotadas. Este es sólo un ejemplo. Llevo así tres años. No sé qué hacer.

Desde hace unas semanas, cada vez que Miguel entra en el baño a explorar la musicalidad de sus orejas, yo me resguardo en el estudio. Con un aerosol en cada mano, extiendo mis brazos (casi por completo) apuntando a las paredes que cada día me parecen más cercanas. Tan cercanas que el trazo de pintura es un círculo minúsculo; una línea fina, trémula y difusa si me tiembla el pulso o si decido bailar al ritmo del vecino iiiii, oooo, uuuu… 

Sansón derriba las columnas del templo de los filisteos. Grabado de Gustave Doré, 1866.




  
|Texto: Irene Pomar|



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cajón
Del aum. de caja.
1. m. caja (‖ recipiente).
2. m. Receptáculo que se ajusta a un hueco determinado de un armario, mesa, cómoda u otro mueble, en el que entra y del que se puede sacar.
3. m. En los estantes de libros y papeles, espacio que media entre tabla y tabla.
4. m. Casilla o garita de madera que sirve de tienda o de obrador.
5. m. Arq. Cada uno de los espacios en que queda dividida una tapia o pared por los machones y verdugadas de material más fuerte.
6. m. Taurom. cajón prismático de base rectangular, con las puertas levadizas y montado sobre ruedas, que se utiliza para el traslado de los toros.
7. m. En algunos lugares de América, tienda (‖ de comestibles).
8. m. Am. ataúd.
9. m. Bol. y Chile. Cañada larga por cuyo fondo corre algún río o arroyo.
10. m. Ec. y Hond. Correspondencia que llegaba de España en los galeones.
cajón de sastre
1. m. coloq. Conjunto de cosas diversas y desordenadas.
2. m. coloq. Persona que tiene en su imaginación gran variedad de ideas desordenadas y confusas.
ser de cajón algo
1. loc. verb. coloq. Ser evidente u obvio, estar fuera de toda duda o discusión.

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